Resaca de vivir

Resaca de vivir

domingo, 30 de marzo de 2014

PASEO EN BICI

Es Domingo, día hecho para descansar, o por lo menos eso dicen los que no pertenecen al mundo de los sanitarios que, lógicamente, no entendemos de festivos ni fiestas de guardar, ya que por desgracia, la enfermedad tampoco entiende de esos menesteres.
Pero hoy me ha tocado librar, así que dejo a un lado mi uniforme blanco, que reposa recién planchado por mi abuela en la percha rosa de mi habitación, y me enfundo unas mallas, una sudadera, unos bambos, y a la calle con la bici, que es invierno y el termómetro marca 20ºC, privilegios del sur. 

Enfilo la orilla del río Segura, pedaleo sintiendo el sol en la piel, dejo atrás ciclistas, corredores, patinadores, personas insatisfechas sentadas en la nada pretendiendo ahogar sus miserias en una botella, adolescentes con toda la vida por delante probando su primer cigarrillo, encantadoras casas de huerta, ladridos de perros como banda sonora, mosquitos que se empeñan en conquistar mis fosas nasales, naranjos por aquí, limoneros por allá, ese entrañable olor a leña, ancianos con piel de cuero trabajando con ahínco en sus huertos bajo el sol.
Abandono el río y me voy hacia los pueblos del interior. Pedaleo de pueblo en pueblo, alcanzando merenderos, ventorrillos, asaderos. La bolsa con la barra de pan colgada de las puertas de las casas bajas, señoras con su mandil barriendo su trocito de calle, señores con una colilla casi consumida en los labios mirándolo todo con el ceño fruncido y la camisa color salmón abierta sobre el pecho, chavales desmotivados viendo la vida pasar con su carajillo en la mano gritando 'ole morena', partidas de dominó en el centro social de la tercera edad, personas que no bajan de los 70 saliendo de misa de 12...

Entre pedaleo y pedaleo, llego a la Residencia donde trabajo, también en plena huerta, un lujo para quien lo sepa valorar.
Miro subida en mi bici hacia el sitio donde tantas horas invierto, observo cómo todo fluye de manera natural, todo parece en su sitio, igual que si yo estuviera dentro.
Mi compañera y amiga Marina, también enfermera, estará ahora haciendo exactamente lo mismo que yo hago todos los días, pienso. Se codeará con las mismas compañeras con las que yo lo hago a diario, tratará a los mismos pacientes que trato yo, a esta hora probablemente estará enfrascada en las glucometrías y pinchando las insulinas, mismo material, misma técnica, mismos pacientes, apuntará los valores en el mismo registro en que los apunto yo y se sentará a continuación a escribir el relevo en la misma silla en que lo suelo hacer yo, frente al mismo escritorio, a la misma hora, la misma atmósfera...

Veo avanzar hacia la Residencia, desde mi torre vigía de dos ruedas, a Catalina y a Paquita, que pasean cogidas del brazo. Cuando pasan a mi altura, me miran pero siguen avanzando sin decirme nada. Las llamo asombrada: "¿Paquita?, ¿Catalina?" Se giran y me escrutan extrañadas. "¡Ah, Isabelita, que eres tú! no te hemos reconocido. Es que así, vestida de calle, sin el uniforme..."
Charlamos un rato, de ésto, de lo otro, las varices éstas no me dejan vivir, hoy tengo la cabeza fatal, venimos de visitar a una vecina de aquí del pueblo que está la pobre con depresión, ¿cuándo dices que te toca trabajar? pues nada hija, disfruta de la vida tú que eres joven y puedes...

Me alzo de nuevo en mi bici y recorro el camino de vuelta. Pienso en lo curiosa que me ha resultado la experiencia de hoy. Aparecer donde siempre pero cubierta de otra ropa ha bastado para convertirme en mera observadora de un escenario que de diario considero casi mío, para pasar desapercibida por dos de mis residentes más allegadas, para sentirme al margen del rutinario fluir de la Residencia. Cambiar de atuendo ha sido suficiente para convertirme en espectadora de una película de la que suelo formar parte.

Al llegar a casa y ver mi uniforme colgado donde lo dejé, me he sentido extrañamente sobrecogida, como si parte de mí la hubiera olvidado ahí, y en mi cabeza me he armado un lío. ¿Será que cada día que me visto con él, le regalo parte de mí, olvidando en sus costuras blancas parte de mi identidad? o será al revés, ¿será él quien deja en mí, irremediablemente, trazas de cada experiencia que él mismo me lleva a vivir?

Así que no sé, pero aquí estoy, usando el uniforme para estar por casa...
Lo sé, lo sé, hoy no trabajo y no tiene ningún sentido ir así vestida por la vida, pero es que hoy llevo toda la mañana limitándome a observar la vida, sintiéndome al margen de la misma, mirando sin participar, oculta detrás del telón, sentada al otro lado de donde pasan las cosas, sin gana de saltar al ruedo, oteando lo que me rodea a diario desde una distancia prudencial, vigilando a ver qué pasa cuando yo no estoy que es fundamentalmente nada, fingiendo ser ajena a mi paisaje habitual, sintiéndome errante en un mundo que hoy se me antoja desconocido, mimetizándome con la nada circundante, ensayando a ser extranjera en mi propia zona de confort...

Y, ahora, después de este extraño experimento, después de este macabro juego, después de este inquietante paseo, no se me ocurre otra manera que no sea poniéndome este uniforme con los bolsillos repletos de experiencias, que más que ropa ya es mi piel, para encontrar de nuevo lo que creo, supongo, estimo, sospecho... son mis señas de identidad.










lunes, 24 de marzo de 2014

UN BOCADILLO DE SOBRASADA

El gran problema de Ana María no es tanto que físicamente está muy deteriorada, que también, sino sobre todo que a nivel cognitivo está bastante bien.
Y sí, digo problema porque como comentaba en IDENTIDAD PERDIDA, a veces es una verdadera bendición no ser consciente del propio deterioro físico y/o mental.

Ana María es plenamente consciente de su situación actual. Su cuerpo se ha convertido en una cárcel donde irremediablemente está atrapada, sin posibilidad alguna de indulto ni absolución.
Ya no puede caminar. Y, aunque por lo menos conserva la movilidad, apenas es capaz de pasar de su silla de ruedas al sillón por sus propios medios.

Ana María, con frecuencia, expresa en voz alta quejas, pensamientos, lamentos, emociones, sentimientos, para los que una nunca tiene respuesta posible ni réplica apropiada.
Pasas por su lado y te suelta: "Dios mío, con lo que yo he sido y mírame ahora", "Ay Señor, lo que yo daría por volver a caminar", "Mi hija no viene a verme, ni siquiera sabe si sigo viva", "Yo no quiero acabar perdiendo la cabeza como todos éstos"....
Y claro, una se queda totalmente fuera de combate, pone su mejor cara de compasión, le aprieta el hombro y continúa su camino, con el fonendoscopio al cuello, el esfingomanómetro en una mano, la monótona lista de hipertensos en la otra, masticando chicle, con la lucecita del smartphone de turno parpadeando en el bolsillo del uniforme, y pensando automáticamente en la desproporcionada cuota de tristeza que a ciertas personas les ha sido asignada, pensamiento fugaz que es sustituido rápidamente, en beneficio de la propia salud mental, por los planes para el próximo fin de semana que, como siempre, llega con retraso.

Hoy, sin embargo, Ana María ha sido más concreta en su lamento. Esta vez su pesar tiene más fácil arreglo. "Lo que daría por volver a comerme un bocadillo de sobrasada como los que me hacía yo en mi casa...". Mucho más factible, desde luego.
Y no sé, quizá sea cierto aquello de "las penas con pan son menos penas", o quizá no y sólo sea una estúpida frase hecha, pero durante esos 10 minutos de esta tarde cualquiera compartiendo un bocadillo a medias, Ana María ha olvidado que ya no puede ni podrá, que no es capaz ni lo será nunca más, de bajar al supermercado, de llenar su nevera de los productos que le apetezcan, de elegir la comida que ella quiera, de comerse un maldito bocadillo de sobrasada donde, cuando y como quiera, sin tener que sentirse ridículamente en deuda ni dar las gracias de manera exagerada a una trabajadora cualquiera de esta Residencia que hoy ha aprendido que tener acceso a un simple bocadillo puede llegar a ser todo un lujo.
Libertad, independencia, autonomía, autosuficiencia... valores que hoy me vienen a la cabeza a través de este bocadillo. Una lección de vida más, directa al bolsillo.




lunes, 17 de marzo de 2014

¡VIVE, POR DIOS, VIVE!


¿Sabéis de esas escenas, en apariencia triviales, que se te quedan grabadas a fuego en la memoria y a las que sueles volver una y otra vez? yo guardo puñados y puñados, unas más elaboradas y complejas, otras más sencillas, incluso superficiales en apariencia, como por ejemplo ésta que hoy rescato del mes pasado: 
Marta y yo en el cine, termina la película y se encienden las luces de la sala. Nos miramos las manos, las propias y las de la otra, y nos echamos, como locas, a reír. Las suyas teñidas de rojo por los fresones de gominola que se acaba de zampar. Mis manos embarradas de chocolate de las chocolatinas que me he metido entre pecho y espalda en un pispás. Y ya está, nada más, y a vosotros, como es lógico y natural, ésto no os dirá nada especial, ¿verdad?
Para mí, sin embargo, es la vida misma latiendo en toda su plenitud. La totalidad condensada en un momento. La alegría, la despreocupación, la tranquilidad. Esa niña de 12 años que llevamos siempre con nosotras, a la que hemos decidido adoptar y a la que no pensamos renunciar jamás. Es nuestra esencia, nuestra complicidad. Es la espontaneidad, la frescura, la naturalidad. Es el mundo aparcado ahí fuera, pudriéndose con sus miserias, lloviendo más y más problemas, y nosotras tan a gusto en nuestra particular cueva, entre risas y bromas, chucherías y gominolas, chorradas e historias.
Colecciono estos recuerdos sin apenas pretenderlo, son en su mayoría fugaces y sencillos momentos que, como fotogramas, rescato cuando las fuerzas no acompañan. Capturas de pantalla que constituyen un refugio cálido al que una siempre puede regresar.
En fin, aunque me empeñe, creo que hay momentos de una importancia personal, de una intensidad especial, que por su gran valor sentimental, son realmente difíciles de explicar...

Y ahora bien, ¿por qué os cuento ésto? pues veréis, resulta que vengo observando desde hace un tiempo a los ancianos con los que trabajo y con los que prácticamente convivo a diario, porque yo pincho, curo y manejo medicación, sí, pero sobre todo observo, miro, contemplo. Casi todo llama mi atención. Y pienso, pienso mucho, demasiado a lo mejor.
Me paro, por ejemplo, en el salón de la planta de arriba, la planta de los Residentes que son dependientes, ésto es, aquellos que para vivir necesitan de los demás en mayor o menor medida, y miro a mi alrededor. Observo. Mi mirada va resbalando sobre cada detalle de este peculiar museo.
Ante mis ojos desfilan un puñado de sillas de ruedas, soporíferos sillones, una televisión como contacto casi único con el mundo exterior, mantitas de cuadros, músculos atrofiados, cinturones de contención, cojines de diversos materiales para evitar presiones excesivas en el sacro, canas por doquier, babas al por mayor, dentaduras, ojos que en la mayoría ya no brillan, pies edematizados en ortopédicos zapatos, una convención de arrugas, un denso olor adherido a cada rincón...
En esta habitación el tiempo está congelado y envasado al vacío, una pronta y amenazante fecha de caducidad se lee impresa en letra pequeña y, pegado en la puerta, un cartel prohíbe la entrada a cualquier novedad.
Así, en esta réplica diaria, en este escaparate de miserias, en esta especie de sala de espera, transcurren minutos, horas, días, semanas... en un permanente vacío, en un nunca pasar nada, en un siempre igual, en una rutina aplastante e inamovible, en un no esperar ya nada especial, en una tediosa oquedad, donde la única ocupación posible es respirar, ser, estar, sobrevivir, subsistir, y para los que aún conservan la capacidad, viajar de vez en cuando al pasado, esa época siempre añorada a la que uno acaba sin más remedio queriendo volver, esa época donde aún tenía cabida la esperanza, donde por lo menos ocurrían cosas, donde algo, lo que fuera, pasaba, donde la vida misma palpitaba, aunque uno a veces, maldito inconsciente, no se percatara.

A ésto que observo a diario, le he sumado los consejos que los ancianos que están bien, cognitivamente hablando, me van dando de tanto en tanto, consejos que curiosamente suelen coincidir y que yo estoy encantada de recibir, y la conclusión final a la que he llegado, demostrada, testada, comprobada, más que trillada, se resume en una frase que, de tan sencilla, resulta ofensiva:                                                 
                            ¡VIVE, POR DIOS, VIVE!

Vive ahora que puedes. Un día, no podrás. Coge todo lo bueno que te llegue, disfrútalo con avaricia, guárdatelo, y si puedes y quieres, compártelo. Compartiendo la vida sabe mucho mejor. Entrégate a las situaciones novedosas que se te presentan, ábrete a nuevas experiencias, ¿por qué no? la novedad brillará algún día por su ausencia, créelo. Colecciona momentos, clasifícalos, haz un altar con tus preferidos, hónralos, porque un día sólo te quedará, con suerte, el consuelo de lo vivido, y necesitarás echar mano de tu particular colección. Aférrate con uñas y dientes a aquello que te llene, saboréalo. Exprime cada momento y bébetelo. Si ahora mismo estás bien, valóralo. Revisa tus prioridades, hazte ese favor. Ponle pasión a lo que haces, disfrútalo.
Cólmate, empáchate, sáciate, haz y hazte mucho bien. Que no se te escape, bajo ningún concepto la ilusión, si hace falta ponle correa y átala a tu corazón. No apuestes tu capacidad de asombro ni al mejor postor. Siente frío, siente calor, siente alegría, siente dolor. Sentir, esa es la cuestión. Quítate ese escudo protector. Réstate importancia pero al mismo tiempo impórtate más que nada. Crea lazos fuertes y profundos con la gente, sin los demás todo pierde intensidad.
Vístete de ataques de risa, haz locuras y tonterías,revuélcate con cosas divertidas, péinate con tus situaciones favoritas, maquíllate de cervezas y conversaciones compartidas, que tu firma sea una desmesurada e infundada alegría, cálzate con entusiasmo y una filosofía optimista. Porque, perdona que te lo diga, pero al final tendremos las mismas.
No hay nada mejor en la vida que vivir, hablo de apostar por la vida, no de existir. Todo es posible porque aún te queda tiempo, pero me temo que eso no es eterno. Enamórate de tu vida, aprecia cada gesto, cada detalle, porque es en ellos donde reside el elemento clave. Tu vida está plagada de significativos momentos, búscalos y abrázate a ellos. No esperes emprender grandes gestas ni protagonizar épicas proezas, eso raras veces suele pasar, pero posees la exquisita y delicada capacidad de hacer especial una situación aparentemente vulgar. Ten esperanza, o que ella te tenga a tí. Sueña despierto, no te conformes con dormir.
Venga, vamos, ármate de una mochila y llénala hasta los topes de abrazos, risas, momentos. De detalles, carcajadas, recuerdos. De sensaciones, conversaciones, pensamientos. De miradas que se clavan, de gente especial y mágica, de esas personas que son tan, tan, tan necesarias.
Eres básicamente lo que has vivido y lo que vas viviendo, eres tú y tu gente, así que dale a tu vida y a los tuyos el valor, la importancia, el brillo que se merecen.
Cósete al cuerpo los momentos únicos, especiales, mágicos, representativos, reconfortantes, sencillos, esos que tienen significado y se justifican por sí mismos.
Desempolva, mima, honra, adora tus recuerdos. Que mañana esta mochila será tu amuleto. Regresarás una y otra vez a ella, incluso puede que se convierta en tu alimento. Ella será la certeza de que has vivido, de que hubo otro tiempo. Se consciente de que sobre tu presente estás construyendo la que será tu futura nostalgia, que esas risas que te estás pegando ahora con tus compañeras las recordarás un día con ansia.

Yo por mi parte ya sé, lo tengo claro, ventajas de trabajar donde trabajo, que un día mi vida será mirar hacia atrás, habitar el pasado y esperar, que probablemente estaré también sentada en una decadente sala como ésta escuchando el tic tac, ya sin nada que coleccionar, atrapada en un cuerpo sin pilas que apenas responderá, y se que en ese momento mi mochila de recuerdos será crucial, de seguro no habrá mejor manera de ahuyentar el vacío, el tedio, la soledad, que echando mano de los millones y millones de detalles y recuerdos que llevo tatuados en cada milímetro de mi cuerpo.

Será entonces cuando, desde mi silla de ruedas, con mi cuerpo transformado en un mudo lamento, ese minúsculo recuerdo que resaltaba al principio de este texto en que Marta y yo, con nuestra bolsa de chucherías, nos reíamos y nos chupábamos los dedos, con toda nuestra juventud y energía concentrada en ese momento, será mucho, mucho, muchísimo más que un grandioso, valiosísimo e inmortal recuerdo.
Resaca de Vivir
                                       

miércoles, 12 de marzo de 2014

IDENTIDAD PERDIDA

La crueldad tiene clases y subclases. Además, adopta también múltiples disfraces. Pero hay un tipo especial de crueldad con el que, por trabajar donde trabajo, tropiezo a diario. Es la crueldad en forma de identidad perdida.

Antonio García Villegas, pongamos por caso que este buen hombre se llama así, se sienta a su mesa. Un cartelito plastificado reza su nombre y apellidos bajo el cristal de la misma. Antonio lo mira y frunce el ceño, como extrañado o sorprendido. Mira el techo y se rasca la cabeza. Se queda un rato pensativo, como buscando una respuesta. Y, de pronto, suelta:
"Antonio García Villegas... ¿qué demonios querrá decir eso? ay, esta gente... hay que ver qué cosas más raras tienen..." 
Y suelta una gran carcajada, como si verdaderamente se divirtiera, mientras gira de un lado hacia otro la cabeza.

Y yo, que entre compungida y divertida contemplo la escena, pienso para mis adentros que si algún día pierdo también mi identidad, me quede por lo menos, como a Antonio, esa insensata alegría, esa feliz inconsciencia, esa carcajada triunfal.


jueves, 6 de marzo de 2014

"LA MALDITA CANCIÓN DE ANDRÉS SUÁREZ Y FUNAMBULISTA O CÓMO ECHAR A PERDER FÁCILMENTE UN DÍA"

Cuando trabaja por la tarde, le toca preparar la medicación del día siguiente. Siempre repite el mismo ritual. Se sienta en la misma mesa, se pone música y se da a la tarea. Pasa una media hora repitiendo la misma operación, entre vasitos de colores, pastillas y pastilleros, sobres y soluciones.
Unas épocas escucha una música, otras veces otra, imagino que también distintos son los pensamientos que cruzan su mente con respecto a otros. Pero, a día de hoy, ha caído en una eterna costumbre que a ella misma se le antoja poco beneficiosa. Masoquismo musical, buscado, consentido y elevado al infinito.

"Ya verás", de Andrés Suárez y Funambulista, se repite constantemente, arañando sin compasión su corazón como sólo ciertas canciones saben hacer, y mientras suena, desgarradora ella, una, y otra, y otra vez, le ha dado por cerrar fuerte los ojos, contar mentalmente hasta tres, abrirlos de golpe después; levantar la vista, mirar hacia la puerta, soltar ahí su mirada, dejarla ahí posada, resbalando con febril anhelo por el pomo, la cerradura, el dintel, concentrando todas sus fuerzas en ese trozo de madera, todo su deseo condensado en esa puerta.

Entonces, te imagina ahí. Te imagina tanto ahí que empieza a ser antinatural, ilógico, macabro, que aún no hayas aparecido.

Sabe en qué baldosa exacta te pararías, tus manos yacen en los bolsillos de esos vaqueros que tanto le gustan, llevas el jersey que ella te regaló, casi puede percibir desde ahí tu olor.
Y, entonces, la miras. Simplemente la miras. Y ella te mira. Simplemente te mira. Por fin os volvéis a mirar. Y el mundo queda reducido, de repente, a ese intenso contacto visual. Cuatro ojos que se dicen todo, que se cuentan todo, que se lloran todo.

Y, desde ese momento, mientras suena aquello de "Ya verás como me olvidas y te encuentro en cualquier bar pegando saltos de alegría...", su día, aunque no lo parezca, aunque nadie lo sepa, quizá ni siquiera ella, ya se ha echado a perder de alguna manera, porque con esa mirada clavada en sus ojos, nada de lo que venga después se podrá comparar, nada le parecerá demasiado relevante, nada podrá tener de por sí tanto significado, ya nada le resultará apenas estimulante.

Parará la canción, saldrá de esa habitación, se cruzará con compañeras, gastará bromas y atenderá su tarea. Nada se ha visto alterado en apariencia.
Pero, esta tarde, a ella, después de esta imaginaria escena, nada, nada, absolutamente nada, le importa ni probablemente le importará demasiado ya.



sábado, 1 de marzo de 2014

MOTIVOS PARA NO DAR EMPUJONES

Cuatro hijos, sanos, jóvenes y fuertes. Un marido, el que fue su novio de toda la vida. Una casa, por fin pagada. Una vida interior, propia e intransitable. Unas señas de identidad, intransferibles y personales. Unas características individuales, únicas y definitorias. Y, exactamente, 64 años.
Eso es, a groso modo, lo que tenía Pepita cuando le diagnosticaron Alzheimer.

Hoy Pepita tiene 72 años y un gran deterioro de su estado general. En estos 8 años de evolución, la enfermedad neurodegenerativa no se ha tomado ni un sólo día de descanso en la cruel tarea que se le encomendó, sino que, insidiosa e implacablemente, ha ido minando todas las dimensiones de su ser.

El cuadro no puede ser más desalentador. Dependiente para todo. Vida cama-sillón. Incontinencia urinaria y fecal, ergo, pañal. Imposibilidad para mantenerse en pie y, por tanto, para deambular.
Incapacidad para fijar la vista en un objeto. Comida triturada por afectación de la musculatura deglutoria. Sialorrea y babero. Desconexión casi absoluta del medio. Imposibilidad para conocer a nadie y para comunicarse. Parches de Rivastigmina pegados a su piel que en ella, a estas alturas, son puro paripé. Aislamiento, incomunicación, reclusión. Soledad de soledades, sin piedad ni clemencia, sin reposo ni tregua.

Su día a día consiste siempre en lo mismo: las Auxiliares la asean, la visten, la levantan, la sacan al salón, la sientan en el sillón, le dan de desayunar, comer y cenar, le cambian el pañal, la cambian de postura, la vuelven a acostar. Así un día, y otro, y otro, y otro más... y vuelta a empezar.
Se podría decir, sin lugar a dudas, que la vida entera de Pepita depende de lo que las personas que la cuidan hagan con ella. Resulta un poco aterrador... ¿no?

Son las 9'30h de la mañana de un día cualquiera, estoy en el salón administrando medicación, batallando con Fuensanta, residente cabezona donde las haya, que me viene a decir que yo insista cuanto quiera pero que las pastillas me las voy a tomar yo porque lo que es ella va a ser que no. Dos Auxiliares de Enfermería atraviesan el salón con una grúa geriátrica que trae a Pepita colgada. Al mirarla, sorpresa y sonrisa automática.
Pepita lleva los labios pintados de rosa, colorete en las mejillas, sombra de ojos azul. 
La imagen, decadente y bella a partes iguales, me provoca un nudo en la garganta trenzado con hebras de ternura y conmoción, como si los cosméticos, firmes en su decisión, se burlaran de la terca enfermedad de Pepita con su toque de color.

Porque vale, este mundo despiadado y desalmado va cada vez peor, de acuerdo, y bien cierto es que estamos anclados en el "todo vale y nada importa demasiado", y los valores, la decencia, la nobleza, la honradez, el respeto, la honestidad, y todos esos cuentos edulcorados que nos han vendido, están en paradero desconocido, y lo que es peor, nadie está dispuesto a pagar por su rescate ni un duro; y el individualismo está en auge, y el egoísmo crea adicción, y el hermetismo marca tendencia, y la humanidad, no nos engañemos, con demasiada frecuencia apesta, y a veces una se plantea acabar con los espejos del mundo entero para no tener que sentir vergüenza ni agachar más la cabeza. Y, en fin, que sí, que para qué seguir, que este mundo está rematadamente enloquecido y enfermo, y nosotros, por descontado, vamos irremediablemente encaminados a ello.

Pero, ¡hay un pero! hoy Pepita ha salido maquillada de su habitación y eso, para mí, rompe todos los esquemas.
Un ser demente, decrépito, ajado. Un ser fracturado, averiado, estropeado. Un ser que ha perdido su identidad, su esencia. Un ser del que hoy sólo queda una cutre versión, infame y pésima de lo que Pepita era. Un ser perdido, un renglón torcido, que sin motivo y sin razón ha sido hoy maquillado con esmero, entrega y dedicación por una Auxiliar de Enfermería, profesión tan noble como necesaria, tan ardua como poco valorada, tan admirable como humana, a la que hoy se le ha ocurrido, bendita decisión, dedicar 10 minutos de su siempre escaso tiempo para 'poner bien guapa' a Pepita.
Un acto que, en apariencia, puede parecer intrascendente y trivial para aquel que, demasiado contaminado por esta frívola sociedad, haya perdido la capacidad de mirar más allá.
Pero para mí, que desde no hace mucho tiempo subrayé en el diccionario el verbo exprimir, y decidí empaparme por completo de todas estas situaciones y escenas surrealistas, tan atiborradas de energía y vida, en las que late la totalidad en sí mismas, el detalle de maquillar hoy a Pepita me parece un acto desbordado de significado, una acción noble que me enorgullece sobremanera, una escena que hace que todo valga un poquito más la pena, un hecho que, de entre tantos, me hace sentir dichosa de tener este paraje baldío como campo de faena, francamente satisfecha de haber acabado en esta Residencia, rodeada de sufrimiento y miseria y no de solemnidad y trajes de chaqueta. Afortunada de observar la vida y la muerte, siempre de la mano, tan de cerca.

Un acto que me recuerda que, entre tanta suciedad, carroña, mugre, impureza, aún nos queda un soplo fresco de delicadeza.
Un episodio que me confirma que cualquier campo de batalla, por duro y espantoso que sea, guarda siempre un cálido rinconcito donde aún late un cachito de nobleza.
Una estampa que reafirma lo que yo compruebo cada día: que el paisaje podrá ser, y lo es, tremendamente desolador, pero nos queda la sonrisa, el entusiasmo, la pasión; la gente que le pone a la vida ganas y corazón. Nos queda la energía, la fuerza, el vigor. Nos queda gente grande, la gentileza, el primor; la cortesía, el respeto, la empatía, la consideración. 
Nos quedan personitas anónimas como esta Auxiliar de Enfermería que, desinteresadamente, asume hoy el rol de esteticista. Gente que hace de un trabajo que no es ningún cuento de hadas una labor extraordinaria. Gente con la que tengo la suerte de encarar cada nueva jornada, día tras día, siempre con una inusual y desbordada alegría.

Y ya, lo sé, lo sé, demasiado bien sé que no corren precisamente tiempos de héroes ni de superpoderes, de paraísos ni edenes, de bienaventuranzas y salvaciones....
Pero, precisamente por eso, porque no es tiempo de dioses, tenemos más motivos y razones para no dar empujones.