Entre canción y canción, de manera involuntaria, me asalta un recuerdo. Hará una semana, no mucho más, justo antes de la fractura de húmero que ha precipitado su despedida terrenal, Carmen y yo tuvimos nuestra última conversación. Bajé a su habitación a tomarle la tensión y le pregunté que por qué ya no se pintaba, que me daba mucha rabia, que siempre la había conocido con su sombra de ojos verde y que la echaba en falta. Me dijo que si tanto la añoraba, que cogiera su neceser y la maquillara. Eso hice. Extendí, la verdad que con poca gracia, sombra color verde por sus párpados, le dije que sin duda estaba así mucho mejor, que menudos ojazos de infarto, y ella, con una amplia sonrisa me dijo: "que el Señor te lo pague, nenica".
Con la llegada de Encarna, que asegura tener todos los síntomas habidos y por haber, y que "de ésta sí que me muero, Isabelita", abandono este recuerdo y cambio de tercio.
Avanza la mañana, me cruzo con compañeras, comparto la noticia con ellas, suelto un par de "pobrecilla", "qué pena", "bueno, por lo menos se ha muerto durmiendo", y frases de ese tipo, protocolarias y completamente automáticas. Bajo a desayunar. Mi bocadillo y mi pastelito me saben fenomenal. Disfruto de mi café con verdadero placer. Charlo y río como cualquier otro día. Me paseo un momento por las redes sociales sin buscar nada en concreto, sin encontrar nada nuevo. Escribo alguna chorrada en mi muro. Bostezo. Me quejo de lo duro que es trabajar y estudiar, del poco tiempo que tengo. Paso consulta con el médico. Termino las curas y los pastilleros. Y, poco antes de acabar mi turno, la fúnebre noticia parece haber pasado a mejor vida.
"Ni el más mínimo temblor por esta señora que durante casi 5 años ha formado parte de mi escenario diario". Ese es el titular que, rodeado de parpadeantes luces de neón, golpea mi cabeza durante mi trayecto en coche de vuelta a casa mientras en la radio suena una canción tan pegadiza como ridícula en la que un señor confiesa que quiere tener "una noche loca con tremenda loca", increíble frase esa.
Ni el más mínimo temblor... me repito de nuevo en el ascensor mientras me quito las gafas de sol, me miro al espejo y me retiro con el dedo restos de lápiz de ojos del párpado inferior. Abro la puerta de casa y me pregunto con cierta pena qué es lo que me ha pasado, en quién me he transformado, cómo es que me he enfriado tanto...
Será que he madurado, pienso para mí entre bocado y bocado, que he crecido, que sin más remedio me he curtido, que una profesional de la Sanidad no puede permitirse ser demasiado emocional, que, en fin, supongo que es normal, que ésto suele pasar, que el ser humano se acaba acostumbrando a todo, que para poder lidiar con tanto dolor se necesita de un buen escudo protector, que hay que saber poner barrera, que no podemos llevarnos a casa los problemas de la Residencia...
Intento justificar de mil maneras mi anestesia emocional, esta inquietante sensación de insensibilidad general, pero al final, ya en la cama dispuesta a echar mi obligada siesta, decido que la auténtica verdad es que ya ha llegado el momento de abandonar, de volar, de moverme a otro sitio, de cambiar de lugar.
Porque siento, con mucha nostalgia y cierto miedo, que todo lo que tenía que hacer por aquí ya lo he hecho, que todo lo que podía dar de mí ya lo he dado y que sin duda ya he visto demasiado. Pero sobre todo, porque cuando me marche de aquí, quiero que sea estando todavía enamorada, entusiasmada, emocionada, y no desencantada, ni aburrida, ni hastiada, ni agotada...
Y me temo que, si eso es lo que quiero, tendré que ir deprisa, muy deprisa... casi que corriendo.