"¡Buen camino!". Esa es la expresión que todo peregrino utiliza para dirigirse a cualquiera de los suyos con los que se cruza por el camino, y creo que, en su sencillez, esta escueta y amable frase define a la perfección lo que significa hacer el Camino de Santiago, la saludable atmósfera que se respira, el ambiente de camaradería, la generosidad, el apoyo, la ayuda mutua en cada esquina.
"El Camino de Santiago te cambia la vida". Pues no, la verdad, yo no lo creo, con todos mis respetos. Posible es, desde luego, como cualquier otra situación puede hacerlo, ¿acaso no está todo continuamente en movimiento, no puede cambiar todo en cualquier momento? pero lo que sí es totalmente cierto es que esta experiencia, muy distinta al resto, aunque no te cambia literalmente la vida, sí te anima a que la cambies tú, si quieres, por tí misma.
Por todos es sabido lo altamente recomendable que es salir de tanto en tanto de nuestra particular zona de confort, desconectar de la rutina, aprender a vivir sin ciertos bienes materiales sin los que uno ni se imagina, dejar a un lado los horarios que nos esclavizan, aparcar las actividades que normalmente realizas, incluso alejarte, temporal y voluntariamente, de la gente que te rodea en tu día a día.
El Camino de Santiago, además de una ruta de peregrinaje que acaba en la ciudad de Santiago donde se encuentran los supuestos restos de dicho apóstol, es un lugar de reencuentro con uno mismo y con los demás, un lugar perfecto para encontrar silencio, para hacer balance, para hacer limpieza, para arrancar de cuajo las malas hierbas, para resetear, para renovar, para tomar conciencia plena de nuestras limitaciones, para jugar a superarte, para practicar la autodisciplina, para retomar las riendas de tu vida, para recordar tus prioridades, para aceptar que hay personas que ya no tienen cabida, que ya no encajan en tu vida, y a las que hay que dejar marchar, de una vez por todas, para poder continuar.
El Camino de Santiago, además de una ruta de peregrinaje que acaba en la ciudad de Santiago donde se encuentran los supuestos restos de dicho apóstol, es un lugar de reencuentro con uno mismo y con los demás, un lugar perfecto para encontrar silencio, para hacer balance, para hacer limpieza, para arrancar de cuajo las malas hierbas, para resetear, para renovar, para tomar conciencia plena de nuestras limitaciones, para jugar a superarte, para practicar la autodisciplina, para retomar las riendas de tu vida, para recordar tus prioridades, para aceptar que hay personas que ya no tienen cabida, que ya no encajan en tu vida, y a las que hay que dejar marchar, de una vez por todas, para poder continuar.
Esa es, sin duda, una de las enseñanzas del Camino, que la mochila en la espalda pesa, que conviene ser selectivo con lo que uno carga, que con mucho peso no se avanza, que hay que desprenderse de lo que ya no sirve, de todo lo que no es más que pasado, de todo lo caducado, de todo lo que fue pero ya no existe, de todas las legañas que empañan nuestra alma, de tanta basura mental acumulada, de todos los demonios enquistados en nuestras entrañas.
Nueve son las etapas que he hecho del llamado "Camino francés", desde Ponferrada hasta Santiago, 207 kms a pie a través de los cuales he vivido un popurrí de situaciones y sensaciones que voy a intentar, me temo que con poco acierto, resumir:
Me he levantado cada día sobre las 5 de la mañana, he llegado extrañamente a disfrutar con ello, y no sólo eso sino que he decidido, quizá un poco ingenuamente, incorporar esta disciplina de aprovechar más el día a mi vida. "Deja de quejarte de que no tienes tiempo para tí y levántate una hora antes"
He amanecido en habitaciones repletas, unas 50 literas de media, con todas las ventanas cerradas, y yo, que para ésto de la ventilación soy un poco maniática, en vez de cabrearme y morirme del asco, le he llegado a encontrar hasta su gracia; una anécdota más para contar que me llevo a casa.
He aprendido a enrollar un saco de dormir a oscuras, a hacer mi equipaje con una linterna, a avanzar a tientas tropezando con literas, a contener a duras penas la risa floja ante los estruendosos ronquidos de un puñado de desconocidos, a dormir profunda y felizmente a pesar del ruido.
He atravesado bosques en plena noche, en sepulcral silencio, silencio sólo roto por nuestros decididos zapatos golpeando el suelo, sobrecogida ante la belleza sublime de la oscuridad, del juego de luces cuando el cielo empieza a clarear.
Me he sentado largos ratos a la orilla de ríos cristalinos sin pensar absolutamente en nada, sólo concentrada en la reconstituyente sensación de mis pies dentro del agua helada.
He caminado durante horas bajo una lluvia incesante, escuchando el relajante sonido del agua golpeando el chubasquero, aspirando la maravillosa fragancia de la tierra mojada, sintiéndome verdaderamente emocionada sólo por estar aquí, así, inmersa en este momento tan sumamente perfecto.
Me he sorprendido a mí misma viviendo tantos días y sin ningún problema con una simple mochila, con lo justo y necesario, y si ya lo intuía, ahora lo tengo mucho más claro: prefiero acumular experiencias que objetos inanimados.
Me he dado cuenta de que últimamente mi actitud con mi cuerpo ha sido casi de maltrato, por lo que a partir de ahora, pienso ejercitarlo y cuidarlo, y los excesos pasan a formar parte del pasado. "Algo fallaba para que se estuviera tratando tan mal"
He convivido con bastante naturalidad con el sufrimiento físico. Milagrosamente no me han salido ni ampollas ni rozaduras, nada. Aun así, me han dolido las piernas, los pies, la espalda. Me he sentido cansada, agotada, incluso en alguna ocasión momentáneamente desesperada. Muchos kilómetros a la espalda, muchas horas de caminata, a veces sola, otras acompañada, cuestas empinadas, bajadas escarpadas, el sol quemando sin piedad en la cara, la frente perlada de sudor, la mochila como prolongación de la espalda excediendo el 10% de la carga teóricamente recomendada.
He aprendido a valorar con mayor fuerza los pequeños gestos, las pequeñas cosas: la primera parada de la mañana para desayunar, ese café caliente, esas tostadas con tomate y aceite, ese revitalizante trago de agua; la ridícula alegría al comprobar que, tras haber lavado la ropa a mano, las prendas se han secado y no tendrás que llevarlas colgando; el delicioso menú del peregrino, una copa de vino compartida con cualquier desconocido, la brisa fresca, sentarte a descansar en cualquier rincón de cualquier aldea, devorar con entusiasmo raciones de pulpo, empanada gallega, tarta de Santiago o lo que sea; la conexión brutal con mi prima recién adquirida, sentirte serena, en paz, tranquila, conseguir silenciar la cháchara mental tan molesta, sentarte en una mesa con una cerveza sin más objetivo que estar, sin prisa, con calma, sin buscar nada, sólo concentrada plenamente en el presente, sin dar coba a las preocupaciones, dándole tregua a las tinieblas internas, entregada por entero al instante que tenemos delante, fugaz, efímero, eterno, masticarlo y saborearlo lentamente antes de tragarlo.
He conocido gente estupenda, compañeros de fatigas, de conversaciones, de risas. Gente de diferentes procedencias, idioma, edades, pensamientos, cultura... personas aparentemente muy distintas con las que, sin embargo, te sientes unida en seguida por el invisible hilo de un objetivo compartido, de una misma meta, de un mismo destino.
He mantenido conversaciones de distinto tipo con personas de lo más variopinto, sobre la vida, sobre el Camino, sobre la búsqueda personal de algo, lo que sea, como motor principal de todo peregrino. Cada cual alberga un motivo distinto para aventurarse en el Camino, pero siempre hay un motivo, una búsqueda, un anhelo, un deseo, un vacío potencialmente henchido.
He conectado, o he intentado conectar, torpe y tímidamente, con mi dimensión más espiritual, esfera que tenía algo descuidada y que requería ser aireada, revisada y perfumada. He pisado muchas iglesias, he oído un par de misas, he llorado con el mágico movimiento del botafumeiro, me he sentado tranquilamente en silencio y he pensado en todo lo que el Camino me ha ido diciendo, a veces entre susurros, otras a auténticos alaridos: lo importante que es darle propósito y significado a nuestra vida, la necesidad imperiosa de perdonar y perdonarse a sí misma, el poder de nuestros pensamientos que son, en gran medida, los que dan forma a nuestra vida, que a veces uno tiene que hacer lo que debe de hacer y no lo que le apetece porque lo que apetece no es siempre lo que realmente uno quiere, que hay personas que pasan brevemente por nuestro camino y se marchan, pero que siempre nos dejan alguna enseñanza, que no hay que apegarse en exceso a nadie ni a nada, que es fundamental aprender a desprenderse, que si no empiezas desde ya a llevar la vida que realmente quieres llevar y no te pones manos a la obra, será la vida la que decida por tí y te manejará a su antojo como un barco sin rumbo golpeado por las olas, que hay que aprender a decir que no, que perder de vista nuestras prioridades es un terrible error, que es primordial enfocar nuestra energía en aquello que nos motiva, que es urgente que nos concentremos en lo importante, que debemos ser cautelosos con la multitud de distracciones que nos alejan de lo que queremos y de nuestro yo más auténtico, que hay que valorar cada momento de perfecta sincronía, cada momento de alegría y dicha, cada sencillo momento en que enmudece la voz interior y uno se siente en paz con el mundo, que merece la pena tratar bien a la gente, abrirse, darse a los demás y vivir para algo más que para nosotros mismos.
La flecha, símbolo característico del Camino. Continuamente tropiezas con miles de ellas, y la alegría de visualizarlas no se puede explicar con palabras. Puedes estar cansada, desanimada, sentirte perdida, pero de pronto ves una flecha amarilla y se te dibuja automáticamente una sonrisa. Las flechas te indican que tu esfuerzo no está siendo en vano, que no te rindas, que vas bien, que sigas luchando, que sigas caminando, que vas por buen camino, que afortunadamente no estás perdido. Y cuando no es así, cuando no encuentras tu flecha, sólo tienes que recular tus pasos, regresar a la flecha anterior y volver a intentarlo.
Creo que la vida, como el Camino, consiste en algo parecido: en caminar, en sudar, en luchar, en avanzar, en salvar obstáculos, en disfrutar del recorrido sin perder de vista tu objetivo, en superar etapas, en seguir las flechas adecuadas, esas que te llevan a caminar por el trayecto que tú has decidido, esas que no te alejan de tu camino, esas que, sobre todo y ante todo, no te alejan jamás de tí mismo.
Nueve son las etapas que he hecho del llamado "Camino francés", desde Ponferrada hasta Santiago, 207 kms a pie a través de los cuales he vivido un popurrí de situaciones y sensaciones que voy a intentar, me temo que con poco acierto, resumir:
Me he levantado cada día sobre las 5 de la mañana, he llegado extrañamente a disfrutar con ello, y no sólo eso sino que he decidido, quizá un poco ingenuamente, incorporar esta disciplina de aprovechar más el día a mi vida. "Deja de quejarte de que no tienes tiempo para tí y levántate una hora antes"
He amanecido en habitaciones repletas, unas 50 literas de media, con todas las ventanas cerradas, y yo, que para ésto de la ventilación soy un poco maniática, en vez de cabrearme y morirme del asco, le he llegado a encontrar hasta su gracia; una anécdota más para contar que me llevo a casa.
He aprendido a enrollar un saco de dormir a oscuras, a hacer mi equipaje con una linterna, a avanzar a tientas tropezando con literas, a contener a duras penas la risa floja ante los estruendosos ronquidos de un puñado de desconocidos, a dormir profunda y felizmente a pesar del ruido.
He atravesado bosques en plena noche, en sepulcral silencio, silencio sólo roto por nuestros decididos zapatos golpeando el suelo, sobrecogida ante la belleza sublime de la oscuridad, del juego de luces cuando el cielo empieza a clarear.
Me he sentado largos ratos a la orilla de ríos cristalinos sin pensar absolutamente en nada, sólo concentrada en la reconstituyente sensación de mis pies dentro del agua helada.
He caminado durante horas bajo una lluvia incesante, escuchando el relajante sonido del agua golpeando el chubasquero, aspirando la maravillosa fragancia de la tierra mojada, sintiéndome verdaderamente emocionada sólo por estar aquí, así, inmersa en este momento tan sumamente perfecto.
Me he sorprendido a mí misma viviendo tantos días y sin ningún problema con una simple mochila, con lo justo y necesario, y si ya lo intuía, ahora lo tengo mucho más claro: prefiero acumular experiencias que objetos inanimados.
Me he dado cuenta de que últimamente mi actitud con mi cuerpo ha sido casi de maltrato, por lo que a partir de ahora, pienso ejercitarlo y cuidarlo, y los excesos pasan a formar parte del pasado. "Algo fallaba para que se estuviera tratando tan mal"
He convivido con bastante naturalidad con el sufrimiento físico. Milagrosamente no me han salido ni ampollas ni rozaduras, nada. Aun así, me han dolido las piernas, los pies, la espalda. Me he sentido cansada, agotada, incluso en alguna ocasión momentáneamente desesperada. Muchos kilómetros a la espalda, muchas horas de caminata, a veces sola, otras acompañada, cuestas empinadas, bajadas escarpadas, el sol quemando sin piedad en la cara, la frente perlada de sudor, la mochila como prolongación de la espalda excediendo el 10% de la carga teóricamente recomendada.
He aprendido a valorar con mayor fuerza los pequeños gestos, las pequeñas cosas: la primera parada de la mañana para desayunar, ese café caliente, esas tostadas con tomate y aceite, ese revitalizante trago de agua; la ridícula alegría al comprobar que, tras haber lavado la ropa a mano, las prendas se han secado y no tendrás que llevarlas colgando; el delicioso menú del peregrino, una copa de vino compartida con cualquier desconocido, la brisa fresca, sentarte a descansar en cualquier rincón de cualquier aldea, devorar con entusiasmo raciones de pulpo, empanada gallega, tarta de Santiago o lo que sea; la conexión brutal con mi prima recién adquirida, sentirte serena, en paz, tranquila, conseguir silenciar la cháchara mental tan molesta, sentarte en una mesa con una cerveza sin más objetivo que estar, sin prisa, con calma, sin buscar nada, sólo concentrada plenamente en el presente, sin dar coba a las preocupaciones, dándole tregua a las tinieblas internas, entregada por entero al instante que tenemos delante, fugaz, efímero, eterno, masticarlo y saborearlo lentamente antes de tragarlo.
He conocido gente estupenda, compañeros de fatigas, de conversaciones, de risas. Gente de diferentes procedencias, idioma, edades, pensamientos, cultura... personas aparentemente muy distintas con las que, sin embargo, te sientes unida en seguida por el invisible hilo de un objetivo compartido, de una misma meta, de un mismo destino.
He mantenido conversaciones de distinto tipo con personas de lo más variopinto, sobre la vida, sobre el Camino, sobre la búsqueda personal de algo, lo que sea, como motor principal de todo peregrino. Cada cual alberga un motivo distinto para aventurarse en el Camino, pero siempre hay un motivo, una búsqueda, un anhelo, un deseo, un vacío potencialmente henchido.
He conectado, o he intentado conectar, torpe y tímidamente, con mi dimensión más espiritual, esfera que tenía algo descuidada y que requería ser aireada, revisada y perfumada. He pisado muchas iglesias, he oído un par de misas, he llorado con el mágico movimiento del botafumeiro, me he sentado tranquilamente en silencio y he pensado en todo lo que el Camino me ha ido diciendo, a veces entre susurros, otras a auténticos alaridos: lo importante que es darle propósito y significado a nuestra vida, la necesidad imperiosa de perdonar y perdonarse a sí misma, el poder de nuestros pensamientos que son, en gran medida, los que dan forma a nuestra vida, que a veces uno tiene que hacer lo que debe de hacer y no lo que le apetece porque lo que apetece no es siempre lo que realmente uno quiere, que hay personas que pasan brevemente por nuestro camino y se marchan, pero que siempre nos dejan alguna enseñanza, que no hay que apegarse en exceso a nadie ni a nada, que es fundamental aprender a desprenderse, que si no empiezas desde ya a llevar la vida que realmente quieres llevar y no te pones manos a la obra, será la vida la que decida por tí y te manejará a su antojo como un barco sin rumbo golpeado por las olas, que hay que aprender a decir que no, que perder de vista nuestras prioridades es un terrible error, que es primordial enfocar nuestra energía en aquello que nos motiva, que es urgente que nos concentremos en lo importante, que debemos ser cautelosos con la multitud de distracciones que nos alejan de lo que queremos y de nuestro yo más auténtico, que hay que valorar cada momento de perfecta sincronía, cada momento de alegría y dicha, cada sencillo momento en que enmudece la voz interior y uno se siente en paz con el mundo, que merece la pena tratar bien a la gente, abrirse, darse a los demás y vivir para algo más que para nosotros mismos.
La flecha, símbolo característico del Camino. Continuamente tropiezas con miles de ellas, y la alegría de visualizarlas no se puede explicar con palabras. Puedes estar cansada, desanimada, sentirte perdida, pero de pronto ves una flecha amarilla y se te dibuja automáticamente una sonrisa. Las flechas te indican que tu esfuerzo no está siendo en vano, que no te rindas, que vas bien, que sigas luchando, que sigas caminando, que vas por buen camino, que afortunadamente no estás perdido. Y cuando no es así, cuando no encuentras tu flecha, sólo tienes que recular tus pasos, regresar a la flecha anterior y volver a intentarlo.
Creo que la vida, como el Camino, consiste en algo parecido: en caminar, en sudar, en luchar, en avanzar, en salvar obstáculos, en disfrutar del recorrido sin perder de vista tu objetivo, en superar etapas, en seguir las flechas adecuadas, esas que te llevan a caminar por el trayecto que tú has decidido, esas que no te alejan de tu camino, esas que, sobre todo y ante todo, no te alejan jamás de tí mismo.