Resaca de vivir

Resaca de vivir

jueves, 31 de julio de 2014

¡BUEN CAMINO!



"¡Buen camino!". Esa es la expresión que todo peregrino utiliza para dirigirse a cualquiera de los suyos con los que se cruza por el camino, y creo que, en su sencillez, esta escueta y amable frase define a la perfección lo que significa hacer el Camino de Santiago, la saludable atmósfera que se respira, el ambiente de camaradería, la generosidad, el apoyo, la ayuda mutua en cada esquina.

"El Camino de Santiago te cambia la vida". Pues no, la verdad, yo no lo creo, con todos mis respetos. Posible es, desde luego, como cualquier otra situación puede hacerlo, ¿acaso no está todo continuamente en movimiento, no puede cambiar todo en cualquier momento? pero lo que sí es totalmente cierto es que esta experiencia, muy distinta al resto, aunque no te cambia literalmente la vida, sí te anima a que la cambies tú, si quieres, por tí misma.

Por todos es sabido lo altamente recomendable que es salir de tanto en tanto de nuestra particular zona de confort, desconectar de la rutina, aprender a vivir sin ciertos bienes materiales sin los que uno ni se imagina, dejar a un lado los horarios que nos esclavizan, aparcar las actividades que normalmente realizas, incluso alejarte, temporal y voluntariamente, de la gente que te rodea en tu día a día.

El Camino de Santiago, además de una ruta de peregrinaje que acaba en la ciudad de Santiago donde se encuentran los supuestos restos de dicho apóstol, es un lugar de reencuentro con uno mismo y con los demás, un lugar perfecto para encontrar silencio, para hacer balance, para hacer limpieza, para arrancar de cuajo las malas hierbas, para resetear, para renovar, para tomar conciencia plena de nuestras limitaciones, para jugar a superarte, para practicar la autodisciplina, para retomar las riendas de tu vida, para recordar tus prioridades, para aceptar que hay personas que ya no tienen cabida, que ya no encajan en tu vida, y a las que hay que dejar marchar, de una vez por todas, para poder continuar.
Esa es, sin duda, una de las enseñanzas del Camino, que la mochila en la espalda pesa, que conviene ser selectivo con lo que uno carga, que con mucho peso no se avanza, que hay que desprenderse de lo que ya no sirve, de todo lo que no es más que pasado, de todo lo caducado, de todo lo que fue pero ya no existe, de todas las legañas que empañan nuestra alma, de tanta basura mental acumulada, de todos los demonios enquistados en nuestras entrañas.



Nueve son las etapas que he hecho del llamado "Camino francés", desde Ponferrada hasta Santiago, 207 kms a pie a través de los cuales he vivido un popurrí de situaciones y sensaciones que voy a intentar, me temo que con poco acierto, resumir:
Me he levantado cada día sobre las 5 de la mañana, he llegado extrañamente a disfrutar con ello, y no sólo eso sino que he decidido, quizá un poco ingenuamente, incorporar esta disciplina de aprovechar más el día a mi vida. "Deja de quejarte de que no tienes tiempo para tí y levántate una hora antes"
He amanecido en habitaciones repletas, unas 50 literas de media, con todas las ventanas cerradas, y yo, que para ésto de la ventilación soy un poco maniática, en vez de cabrearme y morirme del asco, le he llegado a encontrar hasta su gracia; una anécdota más para contar que me llevo a casa.
He aprendido a enrollar un saco de dormir a oscuras, a hacer mi equipaje con una linterna, a avanzar a tientas tropezando con literas, a contener a duras penas la risa floja ante los estruendosos ronquidos de un puñado de desconocidos, a dormir profunda y felizmente a pesar del ruido.
He atravesado bosques en plena noche, en sepulcral silencio, silencio sólo roto por nuestros decididos zapatos golpeando el suelo, sobrecogida ante la belleza sublime de la oscuridad, del juego de luces cuando el cielo empieza a clarear.
Me he sentado largos ratos a la orilla de ríos cristalinos sin pensar absolutamente en nada, sólo concentrada en la reconstituyente sensación de mis pies dentro del agua helada.
He caminado durante horas bajo una lluvia incesante, escuchando el relajante sonido del agua golpeando el chubasquero, aspirando la maravillosa fragancia de la tierra mojada, sintiéndome verdaderamente emocionada sólo por estar aquí, así, inmersa en este momento tan sumamente perfecto.
Me he sorprendido a mí misma viviendo tantos días y sin ningún problema con una simple mochila, con lo justo y necesario, y si ya lo intuía, ahora lo tengo mucho más claro: prefiero acumular experiencias que objetos inanimados.
Me he dado cuenta de que últimamente mi actitud con mi cuerpo ha sido casi de maltrato, por lo que a partir de ahora, pienso ejercitarlo y cuidarlo, y los excesos pasan a formar parte del pasado. "Algo fallaba para que se estuviera tratando tan mal"
He convivido con bastante naturalidad con el sufrimiento físico. Milagrosamente no me han salido ni ampollas ni rozaduras, nada. Aun así, me han dolido las piernas, los pies, la espalda. Me he sentido cansada, agotada, incluso en alguna ocasión momentáneamente desesperada. Muchos kilómetros a la espalda, muchas horas de caminata, a veces sola, otras acompañada, cuestas empinadas, bajadas escarpadas, el sol quemando sin piedad en la cara, la frente perlada de sudor, la mochila como prolongación de la espalda excediendo el 10% de la carga teóricamente recomendada.
He aprendido a valorar con mayor fuerza los pequeños gestos, las pequeñas cosas: la primera parada de la mañana para desayunar, ese café caliente, esas tostadas con tomate y aceite, ese revitalizante trago de agua; la ridícula alegría al comprobar que, tras haber lavado la ropa a mano, las prendas se han secado y no tendrás que llevarlas colgando; el delicioso menú del peregrino, una copa de vino compartida con cualquier desconocido, la brisa fresca, sentarte a descansar en cualquier rincón de cualquier aldea, devorar con entusiasmo raciones de pulpo, empanada gallega, tarta de Santiago o lo que sea; la conexión brutal con mi prima recién adquirida, sentirte serena, en paz, tranquila, conseguir silenciar la cháchara mental tan molesta, sentarte en una mesa con una cerveza sin más objetivo que estar, sin prisa, con calma, sin buscar nada, sólo concentrada plenamente en el presente, sin dar coba a las preocupaciones, dándole tregua a las tinieblas internas, entregada por entero al instante que tenemos delante, fugaz, efímero, eterno, masticarlo y saborearlo lentamente antes de tragarlo.
He conocido gente estupenda, compañeros de fatigas, de conversaciones, de risas. Gente de diferentes procedencias, idioma, edades, pensamientos, cultura... personas aparentemente muy distintas con las que, sin embargo, te sientes unida en seguida por el invisible hilo de un objetivo compartido, de una misma meta, de un mismo destino.
He mantenido conversaciones de distinto tipo con personas de lo más variopinto, sobre la vida, sobre el Camino, sobre la búsqueda personal de algo, lo que sea, como motor principal de todo peregrino. Cada cual alberga un motivo distinto para aventurarse en el Camino, pero siempre hay un motivo, una búsqueda, un anhelo, un deseo, un vacío potencialmente henchido.



He conectado, o he intentado conectar, torpe y tímidamente, con mi dimensión más espiritual, esfera que tenía algo descuidada y que requería ser aireada, revisada y perfumada. He pisado muchas iglesias, he oído un par de misas, he llorado con el mágico movimiento del botafumeiro, me he sentado tranquilamente en silencio y he pensado en todo lo que el Camino me ha ido diciendo, a veces entre susurros, otras a auténticos alaridos: lo importante que es darle propósito y significado a nuestra vida, la necesidad imperiosa de perdonar y perdonarse a sí misma, el poder de nuestros pensamientos que son, en gran medida, los que dan forma a nuestra vida, que a veces uno tiene que hacer lo que debe de hacer y no lo que le apetece porque lo que apetece no es siempre lo que realmente uno quiere, que hay personas que pasan brevemente por nuestro camino y se marchan, pero que siempre nos dejan alguna enseñanza, que no hay que apegarse en exceso a nadie ni a nada, que es fundamental aprender a desprenderse, que si no empiezas desde ya a llevar la vida que realmente quieres llevar y no te pones manos a la obra, será la vida la que decida por tí y te manejará a su antojo como un barco sin rumbo golpeado por las olas, que hay que aprender a decir que no, que perder de vista nuestras prioridades es un terrible error, que es primordial enfocar nuestra energía en aquello que nos motiva, que es urgente que nos concentremos en lo importante, que debemos ser cautelosos con la multitud de distracciones que nos alejan de lo que queremos y de nuestro yo más auténtico, que hay que valorar cada momento de perfecta sincronía, cada momento de alegría y dicha, cada sencillo momento en que enmudece la voz interior y uno se siente en paz con el mundo, que merece la pena tratar bien a la gente, abrirse, darse a los demás y vivir para algo más que para nosotros mismos.




La flecha, símbolo característico del Camino. Continuamente tropiezas con miles de ellas, y la alegría de visualizarlas no se puede explicar con palabras. Puedes estar cansada, desanimada, sentirte perdida, pero de pronto ves una flecha amarilla y se te dibuja automáticamente una sonrisa. Las flechas te indican que tu esfuerzo no está siendo en vano, que no te rindas, que vas bien, que sigas luchando, que sigas caminando, que vas por buen camino, que afortunadamente no estás perdido. Y cuando no es así, cuando no encuentras tu flecha, sólo tienes que recular tus pasos, regresar a la flecha anterior y volver a intentarlo.

Creo que la vida, como el Camino, consiste en algo parecido: en caminar, en sudar, en luchar, en avanzar, en salvar obstáculos, en disfrutar del recorrido sin perder de vista tu objetivo, en superar etapas, en seguir las flechas adecuadas, esas que te llevan a caminar por el trayecto que tú has decidido, esas que no te alejan de tu camino, esas que, sobre todo y ante todo, no te alejan jamás de tí mismo.




jueves, 10 de julio de 2014

¿DÓNDE ESTÁ MI BOLITA DE AZÚCAR?

Desde el momento mismo en que un anciano cruza por primera vez la puerta principal de la Residencia, dice automáticamente adiós al mundo de afuera. Para siempre. Sin camino de vuelta.

Vale, debo matizar. Algunos, los más afortunados, saldrán un día a la semana a comer con su familia, o saldrán el día de su cumpleaños, o el del cumpleaños de su hija. Para otros, la gran mayoría, el mundo quedará relegado de por vida a este ambiente soporífero, a este olor a rancio por los pasillos, a este puñado de días casi idénticos en los que se instalan, sin más remedio, para vivir languideciendo.

Ahí es donde radica la principal particularidad de trabajar en una residencia, en que los pacientes no vienen, se les trata y se van, sino que ésto se convierte para ellos en su nuevo y único hogar. Vienen para quedarse, dejan de ser pacientes y pasan a llamarse residentes, porque aquí es donde vivirán hasta que la muerte, más temprano que tarde, se los lleve.
Una viene, se uniforma, trabaja, medio convive con ellos y se va, pero cada vez que vuelves, ellos siempre están, no se mueven de este lugar. Por tanto, para bien y para mal, acaban formando parte de tu vida personal y, por supuesto, tú de la suya de una forma probablemente aún más especial.

La aplicación práctica del término equidad, que en teoría debería encabezar el mundo de la Sanidad, no es del todo real. A nivel material, se hacen ligeras distinciones, es una verdad universal que aquí mismo, a pequeña escala, he podido comprobar. Aquí, como en todas partes, hay favoritismos y alguna que otra discriminación económica, es la pura verdad, pero bueno, eso es otro cantar. A nivel emocional, que es de lo que quiero hablar, sucede exactamente igual. No puede ser de otro modo. Es imposible tratar a 80 residentes de la misma manera. Es muy difícil, casi utópico, ser completamente imparcial. Se trata con respeto a todo el mundo, faltaría más, pero a unos se les aprecia un poco más, y a otros pocos se les coge un cariño especial.
Puede que no quede muy bien decirlo, pero todas las que trabajamos por aquí tenemos nuestros residentes favoritos. La vida misma, qué queréis que os diga.
Tu residente preferido puede ir cambiando, claro, no es un concepto estático, porque la plantilla se va renovando. Lenta pero implacablemente van desapareciendo residentes y sus huecos son sustituidos por ancianos nuevos que repiten el mismo proceso: cruzan la puerta y adiós muy buenas, mundo de afuera.
Por tanto, hay residentes que son eso, residentes sin más, y luego están los otros, aquellos por los que una siente una debilidad especial, a los que incluso se les llega a querer de verdad.

Toda esta presentación me lleva inevitablemente a hablar de ella, a la que curiosamente atendí la primera en mi primer día, aquella que fue mi favorita durante muchos, muchos, muchísimos días... Luisa.

Luisa tenía los ojos azules más bonitos que he visto en mi vida, una sonrisa especialmente entrañable, y la resignación y abnegación que la caracterizaban, sobrecogían a cualquiera. La conocí con una sola pierna, pierna que también acabó perdiendo tras ser invadida y consumida por úlceras diabéticas. No sé qué tenía, pero despertaba en mí mucha ternura, y a mí personalmente me apetecía abrazarla constantemente. Siempre se unía a todos mis juegos y tonterías, y verla reír a carcajadas era una delicia. Lo mismo jugábamos a que su tripa era un tambor, o nos burlábamos con cariño la una de la otra, o imitábamos el sonido de animales... incluso compusimos una canción que entonábamos las dos ante las miradas atónitas de quien pasara y cuyo estribillo decía así: "¿Dónde está mi bolita de azúcar, dónde está mi bolita de anís?" Ñoña, ¿eh? pues sí, pero provocó muchas risas y situaciones bonitas.
Luisa fue, sin lugar a dudas, la residente que marcó mi llegada a esta Residencia, mi referente de aquella época, la que más presente estuvo en esos primeros días como enfermera, y creo que en mi evolución como trabajadora, entre otras muchas cosas, ella tuvo que ver de alguna manera. Inevitablemente quedaron en mí pedacitos de ella, momentos compartidos, risas, alegrías y penas.

Hace poco, su hija Elena se puso en contacto conmigo mediante un mensaje que decía: "¡Feliz carnaval, Isa!". Adjuntaba al texto una foto de Luisa en su última fiesta de Carnaval en la Residencia. Creí, o quise creer, por qué no, que de alguna manera era como si, a través de su hija, me estuviera hablando ella.

El pasado 2 de Julio hizo un año que falleció Luisa y hoy la recuerdo y le hago un huequito en este espacio.
Esa pregunta que nos hacíamos antaño cantando, "¿Dónde está mi bolita de azúcar, dónde está mi bolita de anís?", adquiere ahora una connotación triste y gris.
Me temo que ante esa pregunta no tengo respuesta, no tengo ni la más remota idea, pero lo que sí sé es que me basta con mirar esta fotografía para que me vuelva de golpe toda aquella época, mi ingenua manera de mirar al mundo ya obsoleta, fogonazos de imágenes de la que yo era, tormenta de ideas crédulas, lluvia de recuerdos que ya son sólo eso, y si me esfuerzo, si miro bien la foto, si me detengo, logro sentir a Luisa y a todo lo que ella representa, cerca, muy cerca. Porque hay sensaciones, vivencias y personas que se nos agarran de tal forma que se van pero que al mismo tiempo se quedan; sí, Luisa, es esa, me parece que acabamos de dar por fin con la respuesta: hay personas que se van... pero se quedan.





martes, 1 de julio de 2014

JUSTO AHÍ


"Me siento sola", me anunciaste de pronto situándote de brazos cruzados junto a mí, con un tono desprovisto de toda emoción, como quien anuncia que está lloviendo. Y, entonces, ahí, justo ahí, sucedió.

Es difícil situar de manera exacta el momento, el lugar, el instante, la frase o situación desencadenante, en la que uno se da cuenta por primera vez de que la persona que tiene al lado ha dejado de ser una persona cualquiera y ha pasado a formar parte de ese cupo que conforman las personas que llamamos importantes. En mi caso sucedió ahí, o por lo menos yo lo decidí así; hombro con hombro, mirada al frente, ningún contacto ocular, y la plena seguridad de que se estaba fraguando un momento verdaderamente íntimo y especial.

Es tendencia, en esta sociedad de seres cada vez más solitarios, así como cada vez más temerosos de dicha soledad, de seres cada vez más independientes, pero cada vez más dependientes de tanto cuento que nos venden, de seres tan alejados de nosotros mismos como de los demás, que acumulemos cantidades ingentes de porquería en nuestro interior, porquería que, por no saberla compartir con los demás, se nos acaba enquistando de manera brutal. 
Compartimos lo positivo, lo bueno, lo bonito, porque eso resulta sencillo, pero compartir nuestras miserias, confiarle a alguien nuestras tinieblas, abrirnos el pecho y dejarlo al descubierto, eso resulta más complicado. Sin embargo, la mejor fórmula para desendiosar nuestros complejos, para relativizar nuestros miedos, para exorcizar nuestros demonios personales, es sentarse al lado de alguien y contarle, mostrarse, hablar abiertamente, vaciarse.

La vida es un macabro juego en el que para jugar bien hay que tirarse al ruedo, no quedarse al margen, y eso implica ensuciarse. La vida mancha, es así, y si no lo es, no estamos echando las cuentas bien.
Lo que quiero decir es que todos, absolutamente todos, guardamos un cajón con llave en nuestras entrañas, repleto de ideas consideradas raras, sensaciones supuestamente diferentes a las estándar, inquietantes fantasmas, percepciones que se nos antojan extrañas, recuerdos que aún nos matan, traumas que quedaron sin superar, heridas aún por cicatrizar, visiones que nos hacen temblar, miedos que condicionan nuestra manera de actuar, anhelos y deseos que no somos capaces de confesarnos ni a nosotros mismos frente al espejo, secretos grandes y pequeños, contradicciones, paranoias, obsesiones, demonios rebeldes que no callan ni debajo del agua y que no se ahogan ni en ríos de etanol sino que saben nadar en ellos a la perfección.

Todos tenemos nuestro lado oscuro, que nos define tanto o más que esa cara manifiesta que le damos a conocer a los demás, y no tener a nadie con quien poder hablar de lo que nos angustia, de lo que nos tortura, de lo que nos atormenta, es una verdadera pena. Por desgracia, me consta que es bastante habitual que mucha gente no tenga una persona con la que hablar, con la que hablar de verdad, con la que atreverse a confesar lo que uno sólo se confiesa a sí mismo.
Basta observar las conversaciones cotidianas que mantenemos en nuestro día a día, para darnos cuenta en seguida de que lo normal es hablar de tonterías, de vulgaridades, de cosas superficiales, y no de lo que de verdad importa, o mejor dicho, de lo que a cada uno le importa, que por supuesto no es, ni tiene por qué ser, ni debe ser, la misma cosa.
Echo un vistazo a mi alrededor y compruebo que llevo razón. Por ejemplo, esa chica de ahí, esa que no para de contar chistes, tiene un verdadero nudo en el estómago por la complicada situación en la que se encuentra su hijo, pero nunca habla de ello. Esa otra, sentada frente al televisor, tiene un problema con el alcohol pero no es capaz de hablarlo con nadie de su alrededor. Aquella que sólo habla de dietas y calorías anda muy preocupada porque se está dando cuenta de que ésta no es la vida que quería, pero prefiere no admitirlo y hacer como que todo está en su sitio. A ésta de más acá le sigue matando haber perdido lo que más ha querido, pero finge continuamente que lo tiene asumido. Aquella que parece tan serena y relajada, alberga verdaderos incendios en su interior de los que nunca habla por pudor...
Ocultamos nuestras flaquezas y debilidades, maquillamos nuestros desperfectos, perfumamos nuestros malos olores, disfrazamos nuestros miedos. Sólo mostramos lo que está bien visto que sea mostrado. Callamos lo que de verdad nos importa, lo que nos preocupa, lo que nos devora. Para compensar, hablamos mucho de todo lo demás, quizá para solapar el ruido, para intentar llenar el vacío, para no escucharnos a nosotros mismos.

"Me siento sola", me anunciaste, y no necesité nada más. El contacto de tu hombro con el mío y esas 3 palabras tan sencillas, tan extendidas, y sin embargo tan poco expresadas ni oídas, fue suficiente para sentir ahí, justo ahí, que ya eras importante para mí, y que yo lo era para tí, y me pareciste admirable por haber pronunciado esa valiente frase, por habérmela soltado así, a bocajarro, por haber sacado tu fantasma a pasear, por haberme invitado a asomarme a tu cueva personal, por dejar relucir tus miedos, por expresar abiertamente ese sentimiento, por hablar de lo que nadie tiene el valor de hablar, por elegirme a mí de entre todos los demás.
Vi grandeza en ese gesto tuyo de humildad. Admiré tu honradez, tu entereza, tu sinceridad. Me sentí muy feliz por esos lazos invisibles que hemos creado. Me sentí orgullosa de que, una vez más, me regalaras tu confianza. Y supe que tenía que dejar constancia de ese momento, plasmarlo, enmarcarlo, retenerlo. Hacer una captura de pantalla como a veces suelo, y extraerlo del resto de sucesos.
Porque definitivamente pocas cosas me llenan más en esta vida que estrechar lazos profundos con la gente, que lograr conectar mental y emocionalmente, que tender sólidos puentes, que entablar vínculos fuertes, que forjar relaciones intensas, que construir amistades verdaderas.

Por ese momento, de entre tantos momentos, hoy te dedico este texto. Un texto en el que, sin necesidad de nombrarte, te encuentres al leerlo. Un texto en el que sólo tú y yo sepamos de qué va todo ésto. Un texto que al acabar de leerlo te deje como ahora mismo, seguro, estás haciendo: sonriendo. Un texto que consiga, aunque sólo sea por un momento, que te sientas un poquito menos sola, justo como yo me sentí cuando te decidiste a contarlo, y para ello me escogiste a mí. Un texto que te deje claro, por si aún no te has percatado, de que ya formas parte de ese cupo de personas importantes para mí, de que, sin más remedio, nuestra amistad empezó ahí, justo ahí.