A veces me pasa. Me pasa que algo me gusta, y me gusta mucho. No necesariamente tiene que ser una persona, es más, lo raro en mi caso es que sea una persona, o por lo menos una persona entera, quiero decir. En muchas ocasiones es sólo un diminuto detalle, casi imperceptible, el que me despierta de mi letargo, el que me libra de las garras de la anhedonia, el que me seduce y me reconcilia con el mundo aunque sea por unos minutos.
A veces me enamoro de la sonrisa de una persona con la que me cruzo por la calle, o me obsesiono con un determinado personaje, me quedo embelesada con una frase, me fascina un acto casi perfecto que presencio, me impresiona una de esas miradas que por sí solas hablan, un libro me atrapa, un olor me invade llegando a transportarme, se apodera de mi mente una imagen, una emoción se me agarra a las entrañas, me atraviesan sensaciones inusitadas como agujas afiladas.
Pero, como defensora de causas perdidas que soy desde bien chica, hay algo en concreto que siempre me ha resultado especialmente llamativo, y son esas cosas que una sabe de sobra que sólo le será permitido contemplar sin más. Nada de tocar, de intervenir, de participar.Tu papel es el de mera observadora y poco más. Sabes, demasiado bien sabes, que eso que tienes delante no es para ti ni lo será pero, desafiando a toda lógica, te encanta y ya está.
Hablo de esas cosas, o personas, que podrían resultarte simples y banales, y que de hecho quizá en un principio lo hicieron, pero que de pronto, por un extraño mecanismo, se transforman ante tus ojos en fascinantes, perfectas, delirantes, como si sólo existieran y estuvieran ahí puestas para encantarte, como si su única razón de ser fuera que tú las deseases. Por ende, siento también una extraña debilidad por esa lacerante aunque placentera contemplación de eso que nos resulta extraordinariamente bello y que quizá nos lo parezca aún más justamente por eso, por saber de antemano que nunca será nuestro.
Un detalle, un ademán, una peculiaridad, una actitud, una postura, un gesto. Todo vale para accionar el picaporte que abre la puerta del complicado universo del deseo.
No sé si lo has pensado, pero lo más bonito de estar vivo no es otra cosa que sentir, con fuerza y en mayúsculas. No es el objeto en sí mismo, sino el incidente mágico, fortuito, de que te guste, la capacidad de asombro, la admiración, el deseo, el anhelo, el apetito. Lo realmente bonito es la conexión creada entre el objeto de deseo y tú mismo, ese intangible vínculo, esa poderosa e invisible atracción que a veces está destinada a morir sin más siendo completamente desconocida por el receptor.
Hacía tiempo, la verdad, que nada ni nadie despertaba en mí estos impulsos eléctricos, este estar sin estar, estos estúpidos nervios, este dulce veneno. Así que, ahora que te tengo enfrente por última vez, y a falta de exactamente una hora para no volverte a ver, y sabiendo que ésto que no se muy bien como llamarlo (tontería adolescente sería bastante acertado) tiene sus días más que contados, déjame decirte un par de cosas. Por variar, por no callarme, por celebrar que palpita mi carne, por el mero hecho de abrirme el pecho de una tajada y mostrarte este incendio. Seré breve, lo prometo:
Me gusta cuando explota en tu garganta una carcajada, sobre todo cuando no viene a cuento. El movimiento de los pliegues de tu camisa acompasado con el de tu cuerpo. El azul totalmente imposible de tus ojos. El mechón rebelde que cae sobre tu frente. Tu voz grave. La exquisitez de tus modales. Cuando te rascas descuidadamente la cabeza y te despeinas de esa manera. Esa forma tuya de estar en lo que estás. Cómo te involucras. La delicadeza de tus gestos. La elegancia de tus movimientos.
Me gustas, simplemente. Como sólo ciertas cosas saben gustarme.
Me gustas más porque no te conozco, y eso me permite inventarte ante mis ojos absolutamente a mi antojo.
Me gusta que me gustes, reconocer el milagro que cada vez se compra más caro.
Me gusta contemplarte sin objetivo ni finalidad concreta, aparcar mi vida ahí fuera, apostarme en mi butaca y dedicarme exclusivamente a dejarme empapar de belleza.
Me gusta disfrutar y padecer este incendio emocional sabiendo que tiene una fecha muy próxima de caducidad, con la absoluta certeza de que, más pronto que tarde, ésto que ahora arde quedará reducido a un puñado de cenizas.
Me gusta y lo odio, a partes iguales: sentir sólo por sentir, hacerlo con intensidad, idealizar, imaginar, perder siempre un poco la cabeza, soñar.
En fin, te lo resumiré en una línea: me pareces tremendamente atractivo. Sí, atractivo, uno de mis términos preferidos. O espera, espera, que me ha sabido a poco, déjame deleitarme, déjame repetirlo: me pareces JODIDAMENTE atractivo. Ale, ahora sí, después de tanto rodeo ya lo he dicho.
"Ahora que tienes la forma de mi deseo, ya estás listo para irte de mi vida". Frío de vivir.