Resaca de vivir

Resaca de vivir

lunes, 29 de septiembre de 2014

TRATADO DE PAZ.

6 de la mañana. Ésta que escribe se lanza a la calle enfundada en unas mallas, una camiseta de color chillón y unas desgastadas zapatillas dispuesta a correr su media horilla, práctica ya habitual desde que el camino de Santiago le dio un pequeño toque de atención.

Para recorrer la ciudad y no morir en el intento, es casi obligatorio hacerlo a estas horas, por lo menos si se pretende esquivar este calor estival, pero sobre todo es el momento ideal para aquel que, como yo, prefiere huir del bullicio, de la gente conocida apostillada en cada esquina, de las burdas conversaciones de ascensor, de la irreal sensación de que todo el mundo te mira con cara de 'vaya pinta', y de todas esas molestas características propias de las ciudades pequeñitas.

Corro. Simplemente corro, sin más. Y, en general, no suelo pensar en nada más que eso, en correr, en avanzar, en no parar; aunque la temperatura empiece a aumentar, aunque me moleste el sudor en la frente cada vez más, aunque mi mente, motor fundamental de ésta y de cualquier empresa, amenace con flaquear; pase lo que pase, no parar.
Corro, y aunque quisiera lograr el vacío mental, acabo siendo alcanzada en demasiadas ocasiones por pensamientos, ideas e imágenes sueltas, bonitas y desagradables, extrañas e inconexas, absurdas y estúpidas, pretenciosas y profundas, que se entrelazan entre sí aunque nada tengan que ver unas con otras, formando todas ellas una extraña y multicolor mezcla que, tal y como llega, se vuelve a perder al doblar una esquina cualquiera para asaltarme más tarde o, en otras ocasiones, para no volver ya más a molestarme.
Pero, en general, y ésto es lo mejor, no pienso en nada más que en correr, o por lo menos eso es lo que intento hacer. Juego a dejar mi mente en blanco, a vaciarme de ideas molestas, a fundirme en este silencio sobrecogedor, a tratar de desprenderme de las malas experiencias a través del sudor, a empaparme de esta calma que todo lo envuelve,a acallar mi siempre bulliciosa mente. Por supuesto no es tarea fácil para esta inquieta e intranquila mente, pero cada día que salgo a correr me entreno en ello y hago de este momento, un momento sólo mío y de nadie más, un momento para disfrutar de esta elegida, necesaria y ansiada soledad, un momento de purificación mental y espiritual, un momento en el que sudo y troto sin más a través de esta ciudad que, aún dormida, lucha contra la frustrante batalla diaria contra las sábanas, mientras aguarda entre legañas un nuevo e inminente día que espera su turno para empezar.

Es curioso, pero a estas horas, siento la ciudad mucho más mía de lo habitual, como si de alguna manera me perteneciera y yo le perteneciera a ella, como si todo ésto estuviera aquí puesto para mí, como si a pesar de tanta gente, de tantas historias, de tantas vidas, la mía, adocenada e intrascendente como la mayoría, importara de repente.
Al mismo tiempo, mientras voy corriendo, mientras me deleito en el vacío de las calles, en la ausencia de la gente, en los colores y olores diferentes, siento claramente mi pequeñez, mi insignificancia, mi nimiedad, rodeadas de una vasta y vacua enormidad.

Conforme mis piernas avanzan, voy dejando atrás distintos lugares y sitios que durante 27 años han sido mi escenario principal, y entonces soy plenamente consciente de cómo mi invisible firma, la huella de mis días, el poso de mis dichas y desdichas, la estela de mis idas y venidas, están contenidas de manera inevitable en ésta y en aquella esquina, en ese banco de más allá, en este bar de más acá, en esa plaza, en ese jardín, en ese portal... y sí, también en este conjunto de baldosas al que acabo de llegar, al que por un mal cálculo no he podido esquivar, en el que, para colmo, por culpa de un semáforo en rojo me toca esperar; estas baldosas por las que casi diariamente tengo que pasar, estas malditas baldosas que, en mis tiempos más feroces, pensé seriamente en destrozar y, en días más dóciles, me planteé la simple posibilidad de hablar con el Ayuntamiento de mi ciudad para rogarles que las sustituyeran por otras y que las cambiaran de lugar.
Llamadme rara, asumo el riesgo, pero estoy casi segura de poder delimitar sin equivocarme las 6-8 baldosas exactas que conforman el área donde se desarrolló aquella escena que hoy, por fin, me atrevo a relatar y, con ello, aunque sea de manera simbólica, a sacar de mí, a expulsar.
Venga, va, respiro hondo, allá va:

Aquí nos dijimos adiós. Para siempre. Sin vuelta atrás.

A ver, repito, por si no lo habéis entendido: aquí, en este grupo de baldosas grises, llenas de porquería por todos lados y de chicles pegados, justo aquí, nos dijimos adiós, para siempre, sin vuelta atrás.



Sí, amigos, aquí se acabó todo. Aquí, exactamente aquí, hizo su aparición el inoportuno punto y final, ese que siempre llega, siempre, pero que en nuestro caso llegó demasiado pronto, demasiado desgarrador, demasiado doloroso, dando por finalizado todo lo empezado, que no era poco, y todo lo que nunca llegó a empezar pero que aspirábamos a alcanzar: proyectos, planes y sueños, noches eternas de pasión, un "sí, quiero" bien rotundo, miles de viajes enganchados de la cintura por todo el mundo, conversaciones infinitas, copas de vino que no acaban nunca, niños correteando mientras vemos una película de Spiderman.
Aquí nos besamos por última vez, sabiendo que sería la última vez y sintiendo con un dolor indecible que fuera la última vez. Sabíamos también que así era porque así tenía que ser.
Fue un beso extra, un beso de regalo, un beso fuera del guión, un beso de prestado, un beso completamente a destiempo, porque nuestra despedida ya había tenido un año antes su lugar y su momento, bien lejos de aquí, tal y como yo quería, para que así ningún rincón de mi ciudad pudiera hablarme de nuestra última despedida, que sinceramente, yo ya bastante tenía con soportar día a día tantos y tantos recuerdos esparcidos a diestro y siniestro en cada esquina.


Pero un año más tarde volviste por aquí un día, sin aviso, para volver a despedirnos, curioso capricho, como si fuera plato de buen gusto repetir tal acto, como si de verdad necesitáramos tanto llanto, como si una fuera tan dura, o tan estúpida, como para tener que soportar dos despedidas...
Y, así, a escasos metros de mi casa, bautizamos este grupo de baldosas, antes anónimas, sobre el que ahora troto sin avanzar, para no parar y perder el ritmo, a la espera de que el semáforo cambie de color y me permita continuar.

Qué mal lo pasé, pienso enjugándome las gotas de sudor que corren por mi sien. Qué tremendamente complicado que fue, tomar la decisión, llevarla a término, mantenerme, no caer. Qué época más oscura, qué peleas mantuve contra la vida, contra mí misma, contra estas baldosas que día a día me recordaban la desdicha de nuestra tristísima e injusta despedida. Días de desesperanza, de vacío, de angustia, de buscarte por todas partes por si en cualquier momento aparecías; de contradicciones, de maldiciones, de tedio, de dudas; de miedo, de rabia, de furia; de automaltrato, de autocastigo, de aversión por el ser humano, de desarraigo con todo el mundo, de desconexión absoluta con mi yo más profundo.
Creí de verdad que ésto acabaría conmigo, que ya no habría solución posible para este corazón herido, que la vida de ahora en adelante ya no tendría ningún sentido.
Dolían los besos de los demás y el punzante recuerdo de los nuestros. Dolían las calles y los bares donde pasamos tanto tiempo. Dolían las canciones de Arjona y todos los versos que hicimos nuestros. Dolía todo silencio que tú no llenabas y ese vacío que tu mera ausencia dibujaba a sus anchas. Dolía tener que volver a empezar, el mordisco brutal de la soledad, la certeza de que ya no había vuelta atrás, toda esa anodina vida por delante en la que tú ya no figurarías nunca más. Dolía, pero mucho, mucho, mucho, que al final, después de tanto luchar, el amor, nuestro amor, esa gigantesca obra que construimos los dos, no tuviera mucho más que hacer, ni que decir, ni que opinar, y se quedara quieto, impávido y mudo, contemplando sin más su propia condena a muerte, su desaparición inminente, su caducidad terrible e hiriente.



Pienso en esos días, tenebrosos, asfixiantes, angustiosos, y casi puedo notar de nuevo, si me esfuerzo, ese mismo dolor de entonces, ese que se incrustaba en mi alma cada mañana antes de saltar de la cama, ese que puso toda mi existencia patas arriba, ese que cambió para siempre mi manera de enfrentarme al mundo, ese que se me cayó encima con peso de plomo, ese que se hizo hueco y se instaló a vivir en mi piel, en mis palabras, en mis movimientos, en mis ojos.



Pero pasó el tiempo, prosiguió la vida, y aunque me costó mucho, muchísimo, demasiado, logré calmar mi herida. Fue el tiempo que todo lo cura, sí, pero también mi determinación, mi pelea, mi lucha; mi guerra personal contra tanta tontería, contra la autocompasión, contra el drama desproporcionado, contra los típicos sentimientos de ruina tan frecuentes y malsanos.

Descubrí entonces que nadie es imprescindible ni primordial. Por lo menos no para respirar. Que la vida no se detiene por nada ni por nadie. Que de amor no se muere nadie, aunque eso es justamente lo que uno quisiera para ahorrarse el mal trago de atravesar y soportar esa dura guerra. Que nadie es incondicional, o sí pero de manera temporal, que en cualquier momento se dejar de serlo y ya está. Entendí que la obsesión, que marcó claramente nuestra relación, suele ser camino seguro de perdición. Comprendí que no me había quedado sola sin tí, tal y como en un principio creí, porque solamente está solo quien está vacío y yo estoy repleta de mí, conmigo. Cambié el edulcorado "no puedo vivir sin tí" por un lema más práctico y realista: "no puedo vivir sin mí". Acepté, no fácilmente pero acepté, que si no pasaba página no podía seguir leyendo, que hay que ponerle fin a un ciclo para entrar en otro nuevo, que a pesar del dolor inmenso que dejaba tu hueco, éste suponía, por lo menos, un espacio nuevo para otras personas, otras experiencias, otras sensaciones, otras oportunidades, otras cosas... toda una vida nueva por delante llena de posibilidades e historias.

Sentí miedo, un miedo atroz, desproporcionado.
Perdí la fe en mí, en tí, en todo ser humano.
Se acabó para mí la historia que hasta ahora más me había marcado.
Fracasé, me perdí, perdí a quien más había amado.

Pero. Siempre hay un pero.

Logré hacerme amiga de ese miedo, lo conquisté, lo dejé a un lado.
Recuperé la fe perdida, la esperanza, la alegría, el entusiasmo.
Se acabó nuestra historia, sí, pero vinieron y vendrán muchas otras.
Y, lo más importante, ya no podré morir, desde luego, sin haber amado.

No te olvidaré, lo prometo. Aunque quisiera no podría pero es que no quiero. El mundo se me antoja más bonito, más amable, más humano, sabiendo simplemente que tú estás en él, no importa que no sea a mi lado.
Siempre te llevaré conmigo, de alguna forma u otra una parte de tí siempre estará a mi lado. Y se, tengo la plena certeza, de que tú también me llevarás contigo adonde quiera que te lleven tus pasos.
¿No es tremendamente bonito acaso saber que estemos donde estemos nos queremos, nos proferimos buenos sentimientos, nos deseamos paz, felicidad, suerte, que siempre podremos cuando queramos revolcarnos en tantos recuerdos sólo nuestros que ya nadie podrá arrebatarnos?



El semáforo se pone en verde, por fin puedo continuar, pero mis piernas, extrañamente, siguen trotando sobre estas baldosas que tanto he odiado. Me miran con descaro, las miro con más de lo mismo, y entonces decido que ya es hora de hacer las paces, que me rindo, que no voy a odiarlas más, que voy a aceptarlas como parte de una realidad que, por pasada, ya no debe tener bajo ningún concepto la capacidad de dañar. Decido que cada vez que pase por aquí, sonreiré por el amor tan auténtico que he sentido, ese que se justifica por el mero hecho de haber existido, y que daré las gracias por haberlo vivido en vez de lamentarme por haberlo perdido. Decido también que tu recuerdo permanecerá en mí porque así quiero yo que sea, pero que nunca volverá a tener la capacidad de alterarme, de molestarme, de herirme, de turbarme. Ya no serás, al despertarme, esa primera imágen, ni elegiré mi cicatriz como traje. Ya no dolerás ni volveré a sentirme culpable. Ya no volveré a andar rumiando sombras, ni regodeándome en el dolor, ni atormentándome porque todo se acabó. Nuestra historia fue preciosa tal y como pasó, y que tuviera un final (¿qué no lo tiene?) no le resta importancia, ni veracidad, ni valor.

Tenía que ser así y así fue. O eso nos hicieron creer. El caso es que al final nos lo creímos, lo hicimos nuestro, y así fue. Por tu bien, por mi bien, por nuestro bien. Lo sabemos, lo sabes, lo sé.

Así que, ahora que todo está en orden, ahora que ha pasado el tiempo y he logrado alcanzar sorbitos de paz, ahora que la serenidad y la tranquilidad son compañeras mías de viaje y les he puesto sus respectivos cinturones de seguridad, ahora que le he puesto contención a mi romántica rebeldía, ahora que se ha apaciguado el océano de mi ansia, de mi desconsuelo, de mi anhelo, ahora que todo está reposado, calmado, claro y aclarado, me marcho. Abandono de una vez por todas esta historia, desconecto mentalmente de este tema, cierro este caso, salgo de esta húmeda habitación en ruinas, me largo. Cierro las ventanas, bajo las persianas, echo un último vistazo, trago saliva, apago la luz y me marcho, porque definitivamente ya no queda nada más que hacer por aquí, porque intuyo que no es demasiado sano vivir prendada del pasado, porque no me apetece intimar con la melancolía, ni hacerme novia de la nostalgia, ni vivir con tu fantasma adherido a mis entrañas. Entonces sí, ahora sí, mis piernas salen corriendo, volando, golpeando el asfalto con fuerza, sintiéndome distinta, fortalecida, nueva, la versión mejorada de mí misma que, como el ave Fénix, resurge de sus cenizas, dispuesta a seguir avanzando, a dejar atrás el pasado, a no permanecer ni un minuto más en este sitio donde todo está acabado, donde hubo tanto pero ya no quedan sino escombros, donde conocimos la máxima dicha pero también su antónimo, donde olvidamos pagar un seguro de vida y se nos acabaron ahogando los besos, las miradas, las risas, donde una vez fuimos pero ya nunca más seremos, donde nos convertimos en desconocidos que se conocen por entero, donde se partió en dos la complicidad que creímos de acero.

Me marcho, y lo hago en paz, porque érase una vez, sí, una maravillosa vez. Pero. Siempre hay un pero. Érase una vez que dejó de ser, que ya no es y que nunca volverá a ser.