Resaca de vivir

Resaca de vivir

miércoles, 23 de abril de 2014

ENTRE PUÑADOS DE PASTILLAS


Preparar y administrar medicación es tarea de Enfermería, o por lo menos en teoría, y como podéis imaginar, se trata de una actividad poco estimulante y bastante rutinaria que se repite dentro de cada jornada. 
Pensaréis que tal y como suena, no debe ser muy emocionante, y la verdad es que no, a base de tanta repetición, una ya casi que ni piensa, coge su carro de medicación, parte hacia el comedor, gasta la típica broma de ya vengo con el carro de los helados!" y se pone a distribuir pastillas de colores a todo trapo, a diestro y siniestro, a destajo.

Imagino que ésto sucede en todos lados, en todos los trabajos. Hasta en las profesiones más apasionantes hay siempre alguna de esas tareas apáticas y aburridas que se repiten hasta la saciedad de idéntica manera, todos los días, funciones gemelas que se vuelven automáticas, maquinales y mecánicas, que se realizan casi inconscientemente de tan repetidas y frecuentes.
Por ejemplo, en mi caso, nunca me ha gustado triturar medicación, acción que realizo cada día antes de proceder a la administración de la misma. La labor en cuestión no me lleva más de 5 minutos pero, por absurdo que parezca, dicha tarea es suficiente para provocarme cierto malestar, empacharme de desgana e incluso en ocasiones, dibujarme una mala cara.
Tampoco me gusta demasiado colocar la medicación en los vasitos, ordenarlos por residentes y sitios, ni el polvo de las pastillas trituradas que se adhiere a ellos, ni que siempre se pierda alguno y cueste horrores localizarlo, es un verdadero rollazo, para qué vamos a engañarnos.
Por otra parte, es realmente frustrante intentar convencer a un residente de que se tome la medicación cuando, por más que insistas,no quiere. Unos lloran, se enfadan, otros se ponen agresivos, te amenazan, otros, más pacíficos y pillos, fingen tragárselas y luego, en cuanto te das la vuelta, las escupen en forma de una colorida y pegajosa masa. El tiempo corriendo, tú peleándote con ellos para que se tomen la medicación de una santa vez y el resto de tareas, acumulándose, a la espera de que acabes.
Mucho peor, sin duda, es cuando se da alguna confusión y la medicación de Pepita se la das a otra Pepita y entonces viene el susto, el nudo en el estómago, los lavados gástricos, el suero por la vía y los madres mías. Todo producto de la falta de concentración, o de que el nombre escrito en el vasito medio se borró, o de que me llamaron para atender a un paciente en una habitación, o a las prisas, o a que no estamos en lo que estamos, o qué se yo...

En fin, a lo que vamos, que cualquier trabajo, por ideal que parezca, o por adecuado, motivante, especial, bonito, reconfortante, curioso, divertido, soñado que sea, no deja de ser un trabajo y acarrea siempre por tanto, ciertas tareas nada apetecibles y poco agradables que uno, en el desempeño de sus funciones, debe llevar a cabo.

Ahora bien, un buen día, y a pesar de que lógicamente ciertas actividades siguen sin convencerme, decidí que ya no dejaría que mi rutina tonteara con la desidia, con la mediocridad, con la apatía, cerré la puerta definitiva a la inercia, a la desgana, entendí que es fundamental, para uno mismo y para los demás, encarar de buena gana todas esas situaciones y actividades que irremediablemente te acompañan en cada jornada.
Rascar todo lo que puedas de la vida, introducir detalles minúsculos que hagan distinto el día a día, lograr que la tarea más aburrida llegue a ser hasta entretenida, hacer novedosa la rutina, quitarle el 'des' a la desgana, salir de casa y ponerte la buena cara. Simplemente porque sí, porque no merece la pena vivir cabreada, porque en esas actividades que tan poco nos agradan, invertimos mucho tiempo, o desde luego más tiempo del que quisiéramos, y como es así, como es un hecho, como me temo que la cosa tiene poco arreglo, creo profundamente que nuestras fastidiosas rutinas merecen un poquito de consideración, de estima, de respeto.
Y es que, tras mucho tiempo de entrenamiento mental y autoobservación, he descubierto que incluso de las tareas más tediosas se puede sacar provecho, aprender algo nuevo, descubrir algo en lo que no te habías fijado, observarte a tí y a los que tienes al lado, forjarte nuevas ideas, experimentar un sentimiento desconocido, tener un pensamiento distinto... sólo es cuestión de estar donde estás pero estando de verdad, de aferrarte al momento, de exprimirlo hasta el tuétano, de estar atento, de trabajártelo y de proponértelo.

Porque creédme, yo me veo enfundada en este uniforme, conduciendo este carrito lleno de pastillas, atravesando el mismo comedor día tras día entre comprimidos y píldoras y, qué queréis que os diga, no soñaba exactamente con ésto cuando era niña. De sobra se que no suena apasionante, y que a muchos os parecerá una tarea insignificante, aburrida y nada envidiable, si acaso poner inyecciones, atender una urgencia, coger una vía, pero ésto de repartir medicinas...
Pues dejadme que os diga que precisamente por eso estoy escribiendo hoy sobre ésto, haciendo hincapié y resaltando una tarea que es probablemente la más sencilla y anodina de Enfermería, porque quiero hacer que lo intrascendente pese, que del acto más básico se alce un relato, que de un puñado de pastillas salga una historia bonita, que a una actividad tan llana, seamos capaces de echarle ganas, quiero convencerte a tí, pero sobre todo a mí, de que cada ocupación tiene su propio y particular valor, de que cada acción tiene su sentido y significado y que si no lo encontramos debemos urgentemente de dárselo, que cada pequeña cosa que hacemos, si la hacemos bien, importa, que si algo no te gusta demasiado, de tí depende cómo afrontarlo.
Aprovechar para escuchar música mientras trituras medicación, aprender fármacos nuevos mientras preparas pastilleros, reír mucho si el día se presenta pesado, gastar bromas a las compañeras que trabajan a tu lado, apreciar lo que a veces nos parece normal y reflexionar, potenciar nuestra capacidad de asombro, observar...

En fin, que yo no sé vosotros, pero yo lo tengo claro, pienso darle sentido, significado, emoción, sabor, pasión y valor a cada uno de mis días y mis actos, bien sea en la calle con amigas o bien repartiendo pastillas. Sé que no siempre será fácil lograrlo, pero por lo menos voy a intentarlo.
Porque cuando tengo una de esas mañanas en las que me siento tranquila, en paz, receptiva, y me da por observar bien de cerca cada resquicio de mi vida, me gusta detenerme, hacer un parón en medio de tanto ajetreo, quedarme quieta en la puerta y contemplar este mundo tan alejado de otro cualquiera. Entonces, me dan igual las pocas ganas de repartir medicación que tenga, o que sea temprano, que tenga sueño, que tenga los ojos pegados, porque, sin ser éste el escenario soñado, sólo yo se lo muchísimo que este comedor me ha aportado, lo que ha supuesto en mi vida pasar tantas horas aquí metida, lo que han significado para mí tantos momentos mágicos e inesperados, tantas situaciones especiales y surrealistas, tantas emociones aquí sentidas.
Virginia intentando dar de desayunar a un muñeco y asegurando que es su hijo, Antonio compartiendo siempre su comida con sus compañeros de mesa, Manuela con casi 100 años llamando a su madre para que venga: "Mamá, mamá, ¿pero dónde estás?", Fuensanta y su grandísima bondad: "¿Te ayudo a algo, hijica?", los tristísimos momentos de lucidez de Joaquín, las carcajadas injustificadas de Isabel, Josefa y Antonio cogidos de la mano sin apenas saber nada el uno del otro, la risa contagiosa de Dolores, los desnudos de Catalina, los abrazos y miradas cómplices con las compañeras, las conversaciones, las meriendas...

Entonces, al recordar ésto, entiendo que repartir medicación no es igual cada día, que la diferencia estriba en hacerlo con alegría, que según de qué manera lo hagas, la actividad mágicamente cambia, que si abres bien los ojos, descubres en cosas básicas grandes tesoros, que aquí salen arrugas sólo de entrar pero también, si sabes mirar, la plenitud camina escondida entre purés, gelatinas y pastillas...
Y yo, en este puñado de pastillas, trato cada día, sea como sea, de encontrar algo de luz, un camino, la vida misma. A veces me sale sólo y me siento toda una privilegiada por trabajar aquí. Otras, cuesta un poquito pero al final recuerdo que digan lo que digan éste es un gran sitio. Y en otras ocasiones, poco frecuentes pero existentes, me planteo seriamente tomarme yo todos los medicamentos que encuentre...
Pero entonces, justo en ese momento de decepción, de abatimiento, de frustración, escucho una canción preciosa que me traslada a otro lugar, a otro tiempo, o llega alguna de mis compañeras favoritas de esas que con su sola presencia me motivan, o se me ocurre alguna broma nueva de lo más estúpida, o me encuentro con una nota en la taquilla, o un residente recibe por sorpresa una visita, o alguien me desarma con sus palabras, o presencio una de esas escenas capaces de tocar el corazón más hermético, o un residente viene en busca mía para darme un caramelo...
Y otra vez siento que todo está bien, tal y como tiene que ser, vuelvo a sentirme a gusto, vuelvo a sentir esta serena alegría, vuelvo a encontrar la sonrisa, y me recuerdo a mí misma lo importante que es no perder de vista que es aquí, con esta gente, entre estas 4 paredes, donde, día tras día, voy dejándome las semanas, los meses, los años, la vida...entre puñados y puñados de pastillas.


martes, 15 de abril de 2014

YO NO QUIERO


Yo no quiero habitar constantemente el pasado, ni perderme el inmediato presente, ni temer al irremediable futuro que, más temprano que tarde, a todos se nos cierne.
Yo no quiero vivir enfadada, mosqueada, irritada. Detesto mi rostro serio cuando, mirando no muy lejos, debería estar sonriendo.
Yo no quiero levantarme cansada, ni sentir las garras de la desgana, ni quedarme quieta demasiado tiempo, ni olvidar quién soy, qué quiero, adonde voy y de donde vengo.
Yo no quiero el café con leche frío, ni templado, ni tibio, yo con espuma y bien calentito, la cerveza helada y la coca-cola con cubitos.
Yo no quiero productos integrales, ni dietas infernales, ni tener que privarme, ni normas subnormales, ni modas alienantes, ni rodearme de cabezas pensantes que me indiquen cómo he de manejar mi vida, mis creencias, mis ideales.
Yo no quiero esforzarme en caerte bien, ni en gustarte, no pretendo impresionarte, no pienso vivir disfrazándome. Soy lo que soy, lo que tienes delante, y lo mismo, quién sabe, encierro mucho más de lo que nunca lograrás imaginarte.
Yo no quiero discutir, molestarte, ser crítica, juzgarte, rebatir lo que haces, pelearme, pero ya lo tengo claro y no, no entra en mis planes callarme si tu actitud y tus actos me parecen deplorables.
Yo no quiero aburrirme, conformarme, olvidarme de mí, dejarme, sentarme a mirar el vacío sin sentir la ilusión flotando en todas partes.
Yo no quiero vivir contabilizando mis monedas, ni enganchada a la pena, ni ser adicta a ese tipo de nostalgia que, cuando se instala, todo lo embadurna, lo pringa, lo empapa, lo llena.
Yo no quiero trabajar de mala gana, ni quejarme porque tengo mucha tarea, ni agobiarme, ni faltarle a nadie, no quiero perder la paciencia, ni tratar a nadie con condescendencia.
Yo no quiero olvidarme de que somos poco más que un puñado de tierra, que a pequeña escala tenemos una gran tarea, que tratar bien a la gente que nos rodea siempre merece la pena, que si conseguimos hacer reír, hacer un poquito más feliz, aportarle algo a la persona que tenemos al lado, ya lo hemos conseguido, lo hemos logrado, hemos modificado de alguna manera el fluir de su existencia y, de rebote, también de la nuestra.
Yo no quiero olvidarme de que trabajo con personas, de que la mayoría están muy solas, de que cada cual alberga su cuota de mugre y de pena, que todos acarreamos nuestras particulares miserias y que por ello, hacernos la vida un poquito más fácil siempre es una buena idea.
Yo no quiero dejar de hacer el payaso, ni de ser la más centrada si se da el caso, no quiero perder la risa fácil, ni dejar de hacer de casi todo una broma, ni dejar de sentir que la vida puede concentrarse en una simple bolsa de gominolas.
Yo no quiero dejar de leer, de coleccionar frases compulsivamente, de enamorarme de palabras, de subrayar con mi portaminas páginas y más páginas.
Yo no quiero dejar de escribir, no quiero olvidarme de sacar un hueco para poner en papel lo que veo, lo que siento, lo que me enternece, lo que me estremece, o simplemente lo que me apetece. No quiero dejar de hacer tachaduras, borrones, de arrancar hojas, de ir siempre con una libreta, de morder bolis y de jugar con palabras y letras.
Yo no quiero dejar de rozar la locura cada día, ni dejar de escuchar música por encima de los niveles recomendados, no quiero descuidar mis prioridades, me niego a no valorar cada detalle, no quiero obsesiones, adicciones, compulsiones, no quiero paranoias ni ideas delirantes, no quiero que la vida me calle.
Yo no quiero sentirme atrapada en esta ciudad, en esta calle, en esta habitación, en este traje, en estas caras, en este aire, no quiero sentirme sola teniéndote delante.
Yo no quiero que me deje de gustar lo que hago, ni quiero perder la debilidad que siento por los ancianos, yo no quiero pensar que no tienen sentido ni significado mis actos y que al final todo es decadencia y fracaso, no quiero vivir pensando demasiado.
Yo no quiero quedarme en la superficie de las cosas, no quiero dejar de emocionarme al ver a un anciano meciendo un muñeco, no quiero dejar de conmoverme con las aventuras y desventuras de los residentes, no quiero sentirme inmune a su dolor, no quiero acostumbrarme al horror.
No quiero dejar de andar por la Residencia entre bromas y risas, pegando sustos y sintiéndome una cría, tonteando siempre con la alegría, con mi cinta de colores colgada al cuello dando color a este uniforme blanco y austero, y acabar la jornada con la grata sensación del trabajo bien hecho y con un chupa-chups de fresa entre los dedos.
Yo no quiero quedarme al margen de la vida, hierática e ilesa, no quiero dejar de acumular experiencias, de coleccionar vivencias, no quiero parar de probar cosas nuevas, no me importa tener dudas, sufrir resbalones, sentirme inquieta.
Yo no quiero, en definitiva, boicotearme a mí misma. Vivir como no quiero vivir, sentir lo que no quiero sentir, hacer lo que no quiero hacer, ser lo que no quiero ser.
No quiero, no quiero, no quiero...

Y, sin embargo, en demasiadas ocasiones, me olvido de mi rotundo NO y lo sustituyo por un SÍ oportunista, circunstancial y camuflado, y así vamos, caminando entre dudas y miedos,a trompicones y llena de contradicciones, de la mano de la inseguridad y el anhelo, prendada de un pasado ya muerto, intentando discernir qué busco, qué me falta, qué falla, qué necesito, qué es exactamente lo que no está en su sitio... qué es, simple y llanamente, lo que quiero y lo que no quiero.

lunes, 7 de abril de 2014

CARNAVAL

Siempre digo y repito, esta vez por escrito, que de las mejores cosas que tiene esta Residencia es que todas las fiestas, de mejor o peor manera, se celebran, dentro siempre de unos claros límites y a pesar de los inevitables factores poco alentadores: muchos años, cuerpos cansados, y muy pocas ganas, más bien nada, de juergas y jaranas.
A pesar de eso, o quizá precisamente por ello, se celebran todas las festividades, religiosas por descontado y laicas ya que estamos, introduciendo con el día festivo en cuestión, un sabor diferente, algo de diversión, un toque distinto con respecto al día de ayer, al otro, al otro, y al día anterior.

El personal que se encarga de organizar el programa, la terapeuta ocupacional con ayuda de la fisioterapeuta y la trabajadora social, pasan horas organizando los preparativos, confeccionando los disfraces, ideando actividades, animando a los residentes, y, no menos importante ni fácil, insistiendo a los de arriba para que se estiren, aflojen el bolsillo e inviertan un poco más en el escaso presupuesto para la decoración, los atuendos, y para un austero pero siempre obligatorio aperitivo, si es que así se puede llamar a unas fantas y unos panchitos.

Llega el gran día, y al torcer una esquina, mientras mi mente anda enredada en mi próxima parada, cambiar una bolsa de colostomía, tropiezo con un puñado de "abejas maya" desfilando en fila india.
Algunos de pie, otros en su silla. Alguna cara seria que contrasta con el colorido de los vestidos y con el ambiente festivo; otras caras, mayoritarias, radiantes como nunca antes. Casi todos golpeando arrítmicamente la pandereta; otros, los menos, claramente desconcertados sin saber qué hacer ni de qué va la fiesta ésta. La música sonando y todos los presentes, residentes y trabajadores, a coro entonando: "En un país multicolor nació una abeja bajo el sol, y fue famosa en el lugar por su alegría y su bondad..."

Saco la cámara y me dispongo a fotografiar, pero en seguida me doy cuenta de que esta escena, lo que implica toda ella, es imposible de capturar, así que, tras un par de fotos que apenas logran reflejar este momento cargado de autenticidad, dejo la cámara a un lado y me dedico simplemente a estar, a cantar, a bailar, a dejarme llevar como una abeja más, a respirar profundamente, a suspirar honda y sentidamente, intentando empaparme de esta emoción que me invade, sintiendo una vez más esta inusual e infrecuente sensación de estar donde tengo que estar, de haber venido a parar al lugar exacto, donde la locura se palpa a cada paso, donde las risas son escandalosas y las penas terriblemente dolorosas, donde los abrazos y toda forma de contacto poseen vida propia, donde se guisan cien mil millones de historias, donde el mundo exterior no tiene cabida en esta especie de pompa, donde se acumulan gestos y detalles que hacen temblar hasta a las piedras, donde atravesar la puerta supone cambiar automáticamente de planeta, donde la amistad, el afecto, el cariño, el compañerismo, la admiración, el altruismo, y todas las posibles formas que adopta el amor, hacen constantemente su aparición.

Es un poco raro, pienso mientras canto, pero yo miro a mi alrededor y me declaro extrañamente enamorada de este panorama, surrealista y contradictorio, alocado y paranoico, ocurrente y gracioso, conmovedor e irrisorio, decrépito y trágico, disparatado e ilógico, donde conviven estrechamente la desolación y la esperanza, la comedia y el drama, la paz y la guerra, la fealdad y la belleza, la muerte y la supervivencia, lo mejor y lo peor del ser humano, el encanto y el espanto, donde, a pesar de tanta aflicción, de tanto dolor, del calvario que cada uno alberga en su interior, permanece siempre esa pulsión, ese instinto, esa intención, de festejar la vida, sea como sea, con razones o sin ellas, como cada uno buenamente pueda, aunque simplemente sea disfrazado de abeja con una bolsa de basura y dos antenas en la cabeza.