Resaca de vivir

Resaca de vivir

lunes, 20 de abril de 2015

UN DÍA CUALQUIERA

"He visto sitios donde las canas salen sólo de entrar"


Hoy, Don Pedro, residente y sacerdote, me ha confesado entre lágrimas que últimamente le tiene mucho miedo a la muerte. Conchita me ha parado por el pasillo y me ha contado, visiblemente preocupada, que por primera vez en sus 91 años de vida se ha orinado encima. Josefa me ha preguntado literalmente: "señorita, ¿sabe usted cuando terminan estas vacaciones y podré volver a mi casa?. Luisa, después de recibir una simple caricia por parte de una auxiliar de Enfermería, le ha dicho: "gracias por tocarme, amiga". María Jesús, que se mueve en silla de ruedas desde hace más de una década, me ha preguntado que cuando podrá volver a caminar. Fuensanta estaba totalmente convencida de que tenía que irse a su casa porque su madre la estaba esperando para cenar, y a la Hermana Isabel le ha dado por gritar a pleno pulmón: "¡Gracias, Señor, por mandarnos tanto dolor, sólo así podemos darle gloria a Dios!"

Por eso, entre tantas situaciones grotescas que una presencia en esta Residencia, situaciones que te van minando de una u otra manera, no queda más remedio que tragar saliva, pintarte una sonrisa y aferrarte con fuerza a esos pequeños gestos, por minúsculos que sean, que nos rodean; como por ejemplo que, mientras estoy en el patio tomándome un descanso, Encarnita abra la ventana, enganche una bolsa a un par de pañuelos que hacen de cuerda, y me regale unas galletas.
Esas benditas historias y anécdotas que se cuecen en un día cualquiera en esta Residencia.





miércoles, 18 de marzo de 2015

DULCE VENENO

A veces me pasa. Me pasa que algo me gusta, y me gusta mucho. No necesariamente tiene que ser una persona, es más, lo raro en mi caso es que sea una persona, o por lo menos una persona entera, quiero decir. En muchas ocasiones es sólo un diminuto detalle, casi imperceptible, el que me despierta de mi letargo, el que me libra de las garras de la anhedonia, el que me seduce y me reconcilia con el mundo aunque sea por unos minutos.
A veces me enamoro de la sonrisa de una persona con la que me cruzo por la calle, o me obsesiono con un determinado personaje, me quedo embelesada con una frase, me fascina un acto casi perfecto que presencio, me impresiona una de esas miradas que por sí solas hablan, un libro me atrapa, un olor me invade llegando a transportarme, se apodera de mi mente una imagen, una emoción se me agarra a las entrañas, me atraviesan sensaciones inusitadas como agujas afiladas.

Pero, como defensora de causas perdidas que soy desde bien chica, hay algo en concreto que siempre me ha resultado especialmente llamativo, y son esas cosas que una sabe de sobra que sólo le será permitido contemplar sin más. Nada de tocar, de intervenir, de participar.Tu papel es el de mera observadora y poco más. Sabes, demasiado bien sabes, que eso que tienes delante no es para ti ni lo será pero, desafiando a toda lógica, te encanta y ya está.
Hablo de esas cosas, o personas, que podrían resultarte simples y banales, y que de hecho quizá en un principio lo hicieron, pero que de pronto, por un extraño mecanismo, se transforman ante tus ojos en fascinantes, perfectas, delirantes, como si sólo existieran y estuvieran ahí puestas para encantarte, como si su única razón de ser fuera que tú las deseases. Por ende, siento también una extraña debilidad por esa lacerante aunque placentera contemplación de eso que nos resulta extraordinariamente bello y que quizá nos lo parezca aún más justamente por eso, por saber de antemano que nunca será nuestro.
Un detalle, un ademán, una peculiaridad, una actitud, una postura, un gesto. Todo vale para accionar el picaporte que abre la puerta del complicado universo del deseo.

No sé si lo has pensado, pero lo más bonito de estar vivo no es otra cosa que sentir, con fuerza y en mayúsculas. No es el objeto en sí mismo, sino el incidente mágico, fortuito, de que te guste, la capacidad de asombro, la admiración, el deseo, el anhelo, el apetito. Lo realmente bonito es la conexión creada entre el objeto de deseo y tú mismo, ese intangible vínculo, esa poderosa e invisible atracción que a veces está destinada a morir sin más siendo completamente desconocida por el receptor.

Hacía tiempo, la verdad, que nada ni nadie despertaba en mí estos impulsos eléctricos, este estar sin estar, estos estúpidos nervios, este dulce veneno. Así que, ahora que te tengo enfrente por última vez, y a falta de exactamente una hora para no volverte a ver, y sabiendo que ésto que no se muy bien como llamarlo (tontería adolescente sería bastante acertado) tiene sus días más que contados, déjame decirte un par de cosas. Por variar, por no callarme, por celebrar que palpita mi carne, por el mero hecho de abrirme el pecho de una tajada y mostrarte este incendio. Seré breve, lo prometo:

Me gusta cuando explota en tu garganta una carcajada, sobre todo cuando no viene a cuento. El movimiento de los pliegues de tu camisa acompasado con el de tu cuerpo. El azul totalmente imposible de tus ojos. El mechón rebelde que cae sobre tu frente. Tu voz grave. La exquisitez de tus modales. Cuando te rascas descuidadamente la cabeza y te despeinas de esa manera. Esa forma tuya de estar en lo que estás. Cómo te involucras. La delicadeza de tus gestos. La elegancia de tus movimientos.
Me gustas, simplemente. Como sólo ciertas cosas saben gustarme.
Me gustas más porque no te conozco, y eso me permite inventarte ante mis ojos absolutamente a mi antojo.
Me gusta que me gustes, reconocer el milagro que cada vez se compra más caro.
Me gusta contemplarte sin objetivo ni finalidad concreta, aparcar mi vida ahí fuera, apostarme en mi butaca y dedicarme exclusivamente a dejarme empapar de belleza.
Me gusta disfrutar y padecer este incendio emocional sabiendo que tiene una fecha muy próxima de caducidad, con la absoluta certeza de que, más pronto que tarde, ésto que ahora arde quedará reducido a un puñado de cenizas.
Me gusta y lo odio, a partes iguales: sentir sólo por sentir, hacerlo con intensidad, idealizar, imaginar, perder siempre un poco la cabeza, soñar.

En fin, te lo resumiré en una línea: me pareces tremendamente atractivo. Sí, atractivo, uno de mis términos preferidos. O espera, espera, que me ha sabido a poco, déjame deleitarme, déjame repetirlo: me pareces JODIDAMENTE atractivo. Ale, ahora sí, después de tanto rodeo ya lo he dicho.


"Ahora que tienes la forma de mi deseo, ya estás listo para irte de mi vida". Frío de vivir.

viernes, 27 de febrero de 2015

LA RESACA DE MI VIDA

Yo soy la que, ahora más que nunca, tiene miedo al boli y al papel, la que cada vez bebe más café, la que luego tiene que compensar el exceso de cafeína tirando de tila, la que adorando su trabajo es también capaz de odiarlo, la perpetua personalidad gélida que, sin embargo, se emociona hasta lo más hondo contemplando el rostro de un anciano.

Yo soy la que pone punto y final y acto seguido le acaba añadiendo dos puntos seguidos, la que no tiene ni idea de cuál es su sitio, la que quisiera tener fe pero me temo que no es lo mío, la que muere un poquito cada vez que piensa que un día te habrás ido.




Yo soy la que intenta ser normal pero me resulta aburrido, la que se siente tremendamente orgullosa de haber construido una amistad de este calibre contigo, la que sabe de sobra que lo que hoy es bonito en cualquier momento puede convertirse en algo dañino, la que adora la preciosa casualidad de haberte conocido.




Yo soy la que intenta tener disciplina pero en cuanto coge la toalla la tira, la romántica empedernida, la que lo mismo se lanza entusiasmada a la vida que se queda acurrucada con los tapones puestos en su guarida, la que lo mismo Tote King, que Ricardo Arjona, que Sabina, yo soy la que te mira cuando crees que nadie te mira.




Yo soy los sueños y anhelos que nunca salen de mí misma, los recuerdos al por mayor que atesora mi mochila, la que no sabe si quedarse o largarse, si ésta u otra vida, tan sumamente llena, tan vacía, tan sensible, tan endurecida, la que se deja llevar sin demasiadas expectativas mientras mastica un chicle de clorofila.





Yo soy la adicta al sol de invierno, la que disfruta desayunando pizza fría, la del "On the road" en el coche a toda pastilla, la que sueña con vivir miles de vidas distintas, la que se enamora cada día de algo, una mirada, una conversación, una frase, una sonrisa, yo soy la que se deja la piel en cada uno de los segundos que dura un ataque de risa.




Yo soy la que ríe por no llorar, la del "no me pienso quejar", la que le encanta gastar bromas y hacer reír, la del "vive y dejar vivir", la que da igual lo que haga que siempre vuelve a las andadas, la que aunque toque el cielo con la mismísima punta de los dedos siempre acaba de nuevo liada con el sinsentido, con el vacío, con el tedio, la que no puede evitar pensar que hagas lo que hagas, y vayas donde vayas, no importa el sitio, el final va a ser el mismo.




Yo soy alegre, entusiasta, apasionada, seria, grisácea, apagada, alérgica a la rutina por antonomasia, la que lo mismo se va de novia con la vida que le pone los cuernos con la desdicha, yo soy ridículamente idealista, la del arre unicornio, la del humor absurdo, la de la ironía, la de los sustos, la especializada en bromas de mal gusto.


Yo soy la que hoy lo pone todo en duda y mañana siente que ha dado con una verdad absoluta, la que todo empieza y nada acaba, la distraída, la despistada, la que le cuesta quedarse dormida pero luego no hay quien la devuelva a la vida, la que ha aprendido que perdonar es hacerse un favor a sí misma, la incorregible caprichosa, la siempre agradecida, la que saldría ahora mismo contigo huyendo despavorida.




Yo soy Los puentes de Madison, Eduardo manostijeras, Mar adentro, Tomates verdes fritos; Los lunes al sol, La vida secreta de las palabras, Si la cosa funciona, Un cuento chino; Spiderman, You're the one, Los chicos del coro, Gran Torino. Yo soy la que se olvida del mundo entero en una sala de cine con una bolsa de Crujitos.




Yo soy la que finge que nada le importa demasiado, la que le cuesta renunciar al pasado, la de las historias surrealistas, la del "estar sola contigo misma", la que aspira a vivir con la piel de gallina, la que no encuentra su colonia favorita, la de las bajadas, la de las subidas, la que te quiere pero ya no te necesita.





Yo soy la que desconoció gente que conocía, la que conoció muchas otras que desconocía, la que odia la palabra "aceptar" pero de sobra sabe que muchas veces no queda alternativa, la que no le importa la velocidad sino hacia dónde camina, la que colecciona errores de todos los colores, clases y categorías, la que prefiere calidad a cantidad, salvo si hablamos, lo admito, de comida.




Yo soy La vida sale al encuentro, Marcelino pan y vino, Museo de la soledad, La elegancia del erizo, el olor a crema de la cara de mi madre antes de que me haya dormido, la de los sentimientos desbocados, la de la memoria selectiva, la poseedora del lujazo de seguir creciendo con mis amigas de toda la vida.




Yo soy más lo que callo que lo que digo, la que se empeña en encontrar en todo algo bonito, la que sonríe sólo por no estar muerta, la amante de las locuras, la precavida, la que es mitad adulta mitad niña, yo soy Isa, defensora de causas perdidas, Cuki, Sister, Soma; Bebi, Itsuki, Moff, Fofa; Nurse Jackie, Isabelita y otras miles de tonterías que a mí me dan la vida.




Yo soy un amasijo de pasiones, una dramática sentimentaloide, una perenne duda no resuelta, una contradicción eterna, una interrogación con disfraz de exclamación, una coraza, un caparazón, un ser insignificante, vulgar, simplón, un ser humano que sólo busca como tantos buena compañía, pillar una copa en esta fiesta, encontrar un refugio donde defenderse de esta guerra.




Yo soy lo vivido y lo que está por llegar, lo pasado y lo que tenga que pasar, lo que la vida me vaya haciendo, todo cuanto me vaya sucediendo, lo que yo proponga pero Dios disponga, lo que la vida haga y deshaga a sus anchas, las alegrías, las decepciones, las experiencias, las lecciones, las personas que están, las que estuvieron, las que sin estar nunca se fueron, todos y cada uno de mis pensamientos, emociones y sentimientos.





Yo soy el movimiento de las olas del mar en retroceso, el malestar de quien ha bebido en exceso, la consecuencia que siempre dejan los acontecimientos, el poso de mis recuerdos, yo soy el trofeo de saberse sorprendida, superada, confundida, pero milagrosamente viva, yo soy lo que la vida me da, lo que la vida me quita, el préstamo en forma de días.

Yo soy, en definitiva, la resaca de estar viva.






lunes, 29 de septiembre de 2014

TRATADO DE PAZ.

6 de la mañana. Ésta que escribe se lanza a la calle enfundada en unas mallas, una camiseta de color chillón y unas desgastadas zapatillas dispuesta a correr su media horilla, práctica ya habitual desde que el camino de Santiago le dio un pequeño toque de atención.

Para recorrer la ciudad y no morir en el intento, es casi obligatorio hacerlo a estas horas, por lo menos si se pretende esquivar este calor estival, pero sobre todo es el momento ideal para aquel que, como yo, prefiere huir del bullicio, de la gente conocida apostillada en cada esquina, de las burdas conversaciones de ascensor, de la irreal sensación de que todo el mundo te mira con cara de 'vaya pinta', y de todas esas molestas características propias de las ciudades pequeñitas.

Corro. Simplemente corro, sin más. Y, en general, no suelo pensar en nada más que eso, en correr, en avanzar, en no parar; aunque la temperatura empiece a aumentar, aunque me moleste el sudor en la frente cada vez más, aunque mi mente, motor fundamental de ésta y de cualquier empresa, amenace con flaquear; pase lo que pase, no parar.
Corro, y aunque quisiera lograr el vacío mental, acabo siendo alcanzada en demasiadas ocasiones por pensamientos, ideas e imágenes sueltas, bonitas y desagradables, extrañas e inconexas, absurdas y estúpidas, pretenciosas y profundas, que se entrelazan entre sí aunque nada tengan que ver unas con otras, formando todas ellas una extraña y multicolor mezcla que, tal y como llega, se vuelve a perder al doblar una esquina cualquiera para asaltarme más tarde o, en otras ocasiones, para no volver ya más a molestarme.
Pero, en general, y ésto es lo mejor, no pienso en nada más que en correr, o por lo menos eso es lo que intento hacer. Juego a dejar mi mente en blanco, a vaciarme de ideas molestas, a fundirme en este silencio sobrecogedor, a tratar de desprenderme de las malas experiencias a través del sudor, a empaparme de esta calma que todo lo envuelve,a acallar mi siempre bulliciosa mente. Por supuesto no es tarea fácil para esta inquieta e intranquila mente, pero cada día que salgo a correr me entreno en ello y hago de este momento, un momento sólo mío y de nadie más, un momento para disfrutar de esta elegida, necesaria y ansiada soledad, un momento de purificación mental y espiritual, un momento en el que sudo y troto sin más a través de esta ciudad que, aún dormida, lucha contra la frustrante batalla diaria contra las sábanas, mientras aguarda entre legañas un nuevo e inminente día que espera su turno para empezar.

Es curioso, pero a estas horas, siento la ciudad mucho más mía de lo habitual, como si de alguna manera me perteneciera y yo le perteneciera a ella, como si todo ésto estuviera aquí puesto para mí, como si a pesar de tanta gente, de tantas historias, de tantas vidas, la mía, adocenada e intrascendente como la mayoría, importara de repente.
Al mismo tiempo, mientras voy corriendo, mientras me deleito en el vacío de las calles, en la ausencia de la gente, en los colores y olores diferentes, siento claramente mi pequeñez, mi insignificancia, mi nimiedad, rodeadas de una vasta y vacua enormidad.

Conforme mis piernas avanzan, voy dejando atrás distintos lugares y sitios que durante 27 años han sido mi escenario principal, y entonces soy plenamente consciente de cómo mi invisible firma, la huella de mis días, el poso de mis dichas y desdichas, la estela de mis idas y venidas, están contenidas de manera inevitable en ésta y en aquella esquina, en ese banco de más allá, en este bar de más acá, en esa plaza, en ese jardín, en ese portal... y sí, también en este conjunto de baldosas al que acabo de llegar, al que por un mal cálculo no he podido esquivar, en el que, para colmo, por culpa de un semáforo en rojo me toca esperar; estas baldosas por las que casi diariamente tengo que pasar, estas malditas baldosas que, en mis tiempos más feroces, pensé seriamente en destrozar y, en días más dóciles, me planteé la simple posibilidad de hablar con el Ayuntamiento de mi ciudad para rogarles que las sustituyeran por otras y que las cambiaran de lugar.
Llamadme rara, asumo el riesgo, pero estoy casi segura de poder delimitar sin equivocarme las 6-8 baldosas exactas que conforman el área donde se desarrolló aquella escena que hoy, por fin, me atrevo a relatar y, con ello, aunque sea de manera simbólica, a sacar de mí, a expulsar.
Venga, va, respiro hondo, allá va:

Aquí nos dijimos adiós. Para siempre. Sin vuelta atrás.

A ver, repito, por si no lo habéis entendido: aquí, en este grupo de baldosas grises, llenas de porquería por todos lados y de chicles pegados, justo aquí, nos dijimos adiós, para siempre, sin vuelta atrás.



Sí, amigos, aquí se acabó todo. Aquí, exactamente aquí, hizo su aparición el inoportuno punto y final, ese que siempre llega, siempre, pero que en nuestro caso llegó demasiado pronto, demasiado desgarrador, demasiado doloroso, dando por finalizado todo lo empezado, que no era poco, y todo lo que nunca llegó a empezar pero que aspirábamos a alcanzar: proyectos, planes y sueños, noches eternas de pasión, un "sí, quiero" bien rotundo, miles de viajes enganchados de la cintura por todo el mundo, conversaciones infinitas, copas de vino que no acaban nunca, niños correteando mientras vemos una película de Spiderman.
Aquí nos besamos por última vez, sabiendo que sería la última vez y sintiendo con un dolor indecible que fuera la última vez. Sabíamos también que así era porque así tenía que ser.
Fue un beso extra, un beso de regalo, un beso fuera del guión, un beso de prestado, un beso completamente a destiempo, porque nuestra despedida ya había tenido un año antes su lugar y su momento, bien lejos de aquí, tal y como yo quería, para que así ningún rincón de mi ciudad pudiera hablarme de nuestra última despedida, que sinceramente, yo ya bastante tenía con soportar día a día tantos y tantos recuerdos esparcidos a diestro y siniestro en cada esquina.


Pero un año más tarde volviste por aquí un día, sin aviso, para volver a despedirnos, curioso capricho, como si fuera plato de buen gusto repetir tal acto, como si de verdad necesitáramos tanto llanto, como si una fuera tan dura, o tan estúpida, como para tener que soportar dos despedidas...
Y, así, a escasos metros de mi casa, bautizamos este grupo de baldosas, antes anónimas, sobre el que ahora troto sin avanzar, para no parar y perder el ritmo, a la espera de que el semáforo cambie de color y me permita continuar.

Qué mal lo pasé, pienso enjugándome las gotas de sudor que corren por mi sien. Qué tremendamente complicado que fue, tomar la decisión, llevarla a término, mantenerme, no caer. Qué época más oscura, qué peleas mantuve contra la vida, contra mí misma, contra estas baldosas que día a día me recordaban la desdicha de nuestra tristísima e injusta despedida. Días de desesperanza, de vacío, de angustia, de buscarte por todas partes por si en cualquier momento aparecías; de contradicciones, de maldiciones, de tedio, de dudas; de miedo, de rabia, de furia; de automaltrato, de autocastigo, de aversión por el ser humano, de desarraigo con todo el mundo, de desconexión absoluta con mi yo más profundo.
Creí de verdad que ésto acabaría conmigo, que ya no habría solución posible para este corazón herido, que la vida de ahora en adelante ya no tendría ningún sentido.
Dolían los besos de los demás y el punzante recuerdo de los nuestros. Dolían las calles y los bares donde pasamos tanto tiempo. Dolían las canciones de Arjona y todos los versos que hicimos nuestros. Dolía todo silencio que tú no llenabas y ese vacío que tu mera ausencia dibujaba a sus anchas. Dolía tener que volver a empezar, el mordisco brutal de la soledad, la certeza de que ya no había vuelta atrás, toda esa anodina vida por delante en la que tú ya no figurarías nunca más. Dolía, pero mucho, mucho, mucho, que al final, después de tanto luchar, el amor, nuestro amor, esa gigantesca obra que construimos los dos, no tuviera mucho más que hacer, ni que decir, ni que opinar, y se quedara quieto, impávido y mudo, contemplando sin más su propia condena a muerte, su desaparición inminente, su caducidad terrible e hiriente.



Pienso en esos días, tenebrosos, asfixiantes, angustiosos, y casi puedo notar de nuevo, si me esfuerzo, ese mismo dolor de entonces, ese que se incrustaba en mi alma cada mañana antes de saltar de la cama, ese que puso toda mi existencia patas arriba, ese que cambió para siempre mi manera de enfrentarme al mundo, ese que se me cayó encima con peso de plomo, ese que se hizo hueco y se instaló a vivir en mi piel, en mis palabras, en mis movimientos, en mis ojos.



Pero pasó el tiempo, prosiguió la vida, y aunque me costó mucho, muchísimo, demasiado, logré calmar mi herida. Fue el tiempo que todo lo cura, sí, pero también mi determinación, mi pelea, mi lucha; mi guerra personal contra tanta tontería, contra la autocompasión, contra el drama desproporcionado, contra los típicos sentimientos de ruina tan frecuentes y malsanos.

Descubrí entonces que nadie es imprescindible ni primordial. Por lo menos no para respirar. Que la vida no se detiene por nada ni por nadie. Que de amor no se muere nadie, aunque eso es justamente lo que uno quisiera para ahorrarse el mal trago de atravesar y soportar esa dura guerra. Que nadie es incondicional, o sí pero de manera temporal, que en cualquier momento se dejar de serlo y ya está. Entendí que la obsesión, que marcó claramente nuestra relación, suele ser camino seguro de perdición. Comprendí que no me había quedado sola sin tí, tal y como en un principio creí, porque solamente está solo quien está vacío y yo estoy repleta de mí, conmigo. Cambié el edulcorado "no puedo vivir sin tí" por un lema más práctico y realista: "no puedo vivir sin mí". Acepté, no fácilmente pero acepté, que si no pasaba página no podía seguir leyendo, que hay que ponerle fin a un ciclo para entrar en otro nuevo, que a pesar del dolor inmenso que dejaba tu hueco, éste suponía, por lo menos, un espacio nuevo para otras personas, otras experiencias, otras sensaciones, otras oportunidades, otras cosas... toda una vida nueva por delante llena de posibilidades e historias.

Sentí miedo, un miedo atroz, desproporcionado.
Perdí la fe en mí, en tí, en todo ser humano.
Se acabó para mí la historia que hasta ahora más me había marcado.
Fracasé, me perdí, perdí a quien más había amado.

Pero. Siempre hay un pero.

Logré hacerme amiga de ese miedo, lo conquisté, lo dejé a un lado.
Recuperé la fe perdida, la esperanza, la alegría, el entusiasmo.
Se acabó nuestra historia, sí, pero vinieron y vendrán muchas otras.
Y, lo más importante, ya no podré morir, desde luego, sin haber amado.

No te olvidaré, lo prometo. Aunque quisiera no podría pero es que no quiero. El mundo se me antoja más bonito, más amable, más humano, sabiendo simplemente que tú estás en él, no importa que no sea a mi lado.
Siempre te llevaré conmigo, de alguna forma u otra una parte de tí siempre estará a mi lado. Y se, tengo la plena certeza, de que tú también me llevarás contigo adonde quiera que te lleven tus pasos.
¿No es tremendamente bonito acaso saber que estemos donde estemos nos queremos, nos proferimos buenos sentimientos, nos deseamos paz, felicidad, suerte, que siempre podremos cuando queramos revolcarnos en tantos recuerdos sólo nuestros que ya nadie podrá arrebatarnos?



El semáforo se pone en verde, por fin puedo continuar, pero mis piernas, extrañamente, siguen trotando sobre estas baldosas que tanto he odiado. Me miran con descaro, las miro con más de lo mismo, y entonces decido que ya es hora de hacer las paces, que me rindo, que no voy a odiarlas más, que voy a aceptarlas como parte de una realidad que, por pasada, ya no debe tener bajo ningún concepto la capacidad de dañar. Decido que cada vez que pase por aquí, sonreiré por el amor tan auténtico que he sentido, ese que se justifica por el mero hecho de haber existido, y que daré las gracias por haberlo vivido en vez de lamentarme por haberlo perdido. Decido también que tu recuerdo permanecerá en mí porque así quiero yo que sea, pero que nunca volverá a tener la capacidad de alterarme, de molestarme, de herirme, de turbarme. Ya no serás, al despertarme, esa primera imágen, ni elegiré mi cicatriz como traje. Ya no dolerás ni volveré a sentirme culpable. Ya no volveré a andar rumiando sombras, ni regodeándome en el dolor, ni atormentándome porque todo se acabó. Nuestra historia fue preciosa tal y como pasó, y que tuviera un final (¿qué no lo tiene?) no le resta importancia, ni veracidad, ni valor.

Tenía que ser así y así fue. O eso nos hicieron creer. El caso es que al final nos lo creímos, lo hicimos nuestro, y así fue. Por tu bien, por mi bien, por nuestro bien. Lo sabemos, lo sabes, lo sé.

Así que, ahora que todo está en orden, ahora que ha pasado el tiempo y he logrado alcanzar sorbitos de paz, ahora que la serenidad y la tranquilidad son compañeras mías de viaje y les he puesto sus respectivos cinturones de seguridad, ahora que le he puesto contención a mi romántica rebeldía, ahora que se ha apaciguado el océano de mi ansia, de mi desconsuelo, de mi anhelo, ahora que todo está reposado, calmado, claro y aclarado, me marcho. Abandono de una vez por todas esta historia, desconecto mentalmente de este tema, cierro este caso, salgo de esta húmeda habitación en ruinas, me largo. Cierro las ventanas, bajo las persianas, echo un último vistazo, trago saliva, apago la luz y me marcho, porque definitivamente ya no queda nada más que hacer por aquí, porque intuyo que no es demasiado sano vivir prendada del pasado, porque no me apetece intimar con la melancolía, ni hacerme novia de la nostalgia, ni vivir con tu fantasma adherido a mis entrañas. Entonces sí, ahora sí, mis piernas salen corriendo, volando, golpeando el asfalto con fuerza, sintiéndome distinta, fortalecida, nueva, la versión mejorada de mí misma que, como el ave Fénix, resurge de sus cenizas, dispuesta a seguir avanzando, a dejar atrás el pasado, a no permanecer ni un minuto más en este sitio donde todo está acabado, donde hubo tanto pero ya no quedan sino escombros, donde conocimos la máxima dicha pero también su antónimo, donde olvidamos pagar un seguro de vida y se nos acabaron ahogando los besos, las miradas, las risas, donde una vez fuimos pero ya nunca más seremos, donde nos convertimos en desconocidos que se conocen por entero, donde se partió en dos la complicidad que creímos de acero.

Me marcho, y lo hago en paz, porque érase una vez, sí, una maravillosa vez. Pero. Siempre hay un pero. Érase una vez que dejó de ser, que ya no es y que nunca volverá a ser.




jueves, 31 de julio de 2014

¡BUEN CAMINO!



"¡Buen camino!". Esa es la expresión que todo peregrino utiliza para dirigirse a cualquiera de los suyos con los que se cruza por el camino, y creo que, en su sencillez, esta escueta y amable frase define a la perfección lo que significa hacer el Camino de Santiago, la saludable atmósfera que se respira, el ambiente de camaradería, la generosidad, el apoyo, la ayuda mutua en cada esquina.

"El Camino de Santiago te cambia la vida". Pues no, la verdad, yo no lo creo, con todos mis respetos. Posible es, desde luego, como cualquier otra situación puede hacerlo, ¿acaso no está todo continuamente en movimiento, no puede cambiar todo en cualquier momento? pero lo que sí es totalmente cierto es que esta experiencia, muy distinta al resto, aunque no te cambia literalmente la vida, sí te anima a que la cambies tú, si quieres, por tí misma.

Por todos es sabido lo altamente recomendable que es salir de tanto en tanto de nuestra particular zona de confort, desconectar de la rutina, aprender a vivir sin ciertos bienes materiales sin los que uno ni se imagina, dejar a un lado los horarios que nos esclavizan, aparcar las actividades que normalmente realizas, incluso alejarte, temporal y voluntariamente, de la gente que te rodea en tu día a día.

El Camino de Santiago, además de una ruta de peregrinaje que acaba en la ciudad de Santiago donde se encuentran los supuestos restos de dicho apóstol, es un lugar de reencuentro con uno mismo y con los demás, un lugar perfecto para encontrar silencio, para hacer balance, para hacer limpieza, para arrancar de cuajo las malas hierbas, para resetear, para renovar, para tomar conciencia plena de nuestras limitaciones, para jugar a superarte, para practicar la autodisciplina, para retomar las riendas de tu vida, para recordar tus prioridades, para aceptar que hay personas que ya no tienen cabida, que ya no encajan en tu vida, y a las que hay que dejar marchar, de una vez por todas, para poder continuar.
Esa es, sin duda, una de las enseñanzas del Camino, que la mochila en la espalda pesa, que conviene ser selectivo con lo que uno carga, que con mucho peso no se avanza, que hay que desprenderse de lo que ya no sirve, de todo lo que no es más que pasado, de todo lo caducado, de todo lo que fue pero ya no existe, de todas las legañas que empañan nuestra alma, de tanta basura mental acumulada, de todos los demonios enquistados en nuestras entrañas.



Nueve son las etapas que he hecho del llamado "Camino francés", desde Ponferrada hasta Santiago, 207 kms a pie a través de los cuales he vivido un popurrí de situaciones y sensaciones que voy a intentar, me temo que con poco acierto, resumir:
Me he levantado cada día sobre las 5 de la mañana, he llegado extrañamente a disfrutar con ello, y no sólo eso sino que he decidido, quizá un poco ingenuamente, incorporar esta disciplina de aprovechar más el día a mi vida. "Deja de quejarte de que no tienes tiempo para tí y levántate una hora antes"
He amanecido en habitaciones repletas, unas 50 literas de media, con todas las ventanas cerradas, y yo, que para ésto de la ventilación soy un poco maniática, en vez de cabrearme y morirme del asco, le he llegado a encontrar hasta su gracia; una anécdota más para contar que me llevo a casa.
He aprendido a enrollar un saco de dormir a oscuras, a hacer mi equipaje con una linterna, a avanzar a tientas tropezando con literas, a contener a duras penas la risa floja ante los estruendosos ronquidos de un puñado de desconocidos, a dormir profunda y felizmente a pesar del ruido.
He atravesado bosques en plena noche, en sepulcral silencio, silencio sólo roto por nuestros decididos zapatos golpeando el suelo, sobrecogida ante la belleza sublime de la oscuridad, del juego de luces cuando el cielo empieza a clarear.
Me he sentado largos ratos a la orilla de ríos cristalinos sin pensar absolutamente en nada, sólo concentrada en la reconstituyente sensación de mis pies dentro del agua helada.
He caminado durante horas bajo una lluvia incesante, escuchando el relajante sonido del agua golpeando el chubasquero, aspirando la maravillosa fragancia de la tierra mojada, sintiéndome verdaderamente emocionada sólo por estar aquí, así, inmersa en este momento tan sumamente perfecto.
Me he sorprendido a mí misma viviendo tantos días y sin ningún problema con una simple mochila, con lo justo y necesario, y si ya lo intuía, ahora lo tengo mucho más claro: prefiero acumular experiencias que objetos inanimados.
Me he dado cuenta de que últimamente mi actitud con mi cuerpo ha sido casi de maltrato, por lo que a partir de ahora, pienso ejercitarlo y cuidarlo, y los excesos pasan a formar parte del pasado. "Algo fallaba para que se estuviera tratando tan mal"
He convivido con bastante naturalidad con el sufrimiento físico. Milagrosamente no me han salido ni ampollas ni rozaduras, nada. Aun así, me han dolido las piernas, los pies, la espalda. Me he sentido cansada, agotada, incluso en alguna ocasión momentáneamente desesperada. Muchos kilómetros a la espalda, muchas horas de caminata, a veces sola, otras acompañada, cuestas empinadas, bajadas escarpadas, el sol quemando sin piedad en la cara, la frente perlada de sudor, la mochila como prolongación de la espalda excediendo el 10% de la carga teóricamente recomendada.
He aprendido a valorar con mayor fuerza los pequeños gestos, las pequeñas cosas: la primera parada de la mañana para desayunar, ese café caliente, esas tostadas con tomate y aceite, ese revitalizante trago de agua; la ridícula alegría al comprobar que, tras haber lavado la ropa a mano, las prendas se han secado y no tendrás que llevarlas colgando; el delicioso menú del peregrino, una copa de vino compartida con cualquier desconocido, la brisa fresca, sentarte a descansar en cualquier rincón de cualquier aldea, devorar con entusiasmo raciones de pulpo, empanada gallega, tarta de Santiago o lo que sea; la conexión brutal con mi prima recién adquirida, sentirte serena, en paz, tranquila, conseguir silenciar la cháchara mental tan molesta, sentarte en una mesa con una cerveza sin más objetivo que estar, sin prisa, con calma, sin buscar nada, sólo concentrada plenamente en el presente, sin dar coba a las preocupaciones, dándole tregua a las tinieblas internas, entregada por entero al instante que tenemos delante, fugaz, efímero, eterno, masticarlo y saborearlo lentamente antes de tragarlo.
He conocido gente estupenda, compañeros de fatigas, de conversaciones, de risas. Gente de diferentes procedencias, idioma, edades, pensamientos, cultura... personas aparentemente muy distintas con las que, sin embargo, te sientes unida en seguida por el invisible hilo de un objetivo compartido, de una misma meta, de un mismo destino.
He mantenido conversaciones de distinto tipo con personas de lo más variopinto, sobre la vida, sobre el Camino, sobre la búsqueda personal de algo, lo que sea, como motor principal de todo peregrino. Cada cual alberga un motivo distinto para aventurarse en el Camino, pero siempre hay un motivo, una búsqueda, un anhelo, un deseo, un vacío potencialmente henchido.



He conectado, o he intentado conectar, torpe y tímidamente, con mi dimensión más espiritual, esfera que tenía algo descuidada y que requería ser aireada, revisada y perfumada. He pisado muchas iglesias, he oído un par de misas, he llorado con el mágico movimiento del botafumeiro, me he sentado tranquilamente en silencio y he pensado en todo lo que el Camino me ha ido diciendo, a veces entre susurros, otras a auténticos alaridos: lo importante que es darle propósito y significado a nuestra vida, la necesidad imperiosa de perdonar y perdonarse a sí misma, el poder de nuestros pensamientos que son, en gran medida, los que dan forma a nuestra vida, que a veces uno tiene que hacer lo que debe de hacer y no lo que le apetece porque lo que apetece no es siempre lo que realmente uno quiere, que hay personas que pasan brevemente por nuestro camino y se marchan, pero que siempre nos dejan alguna enseñanza, que no hay que apegarse en exceso a nadie ni a nada, que es fundamental aprender a desprenderse, que si no empiezas desde ya a llevar la vida que realmente quieres llevar y no te pones manos a la obra, será la vida la que decida por tí y te manejará a su antojo como un barco sin rumbo golpeado por las olas, que hay que aprender a decir que no, que perder de vista nuestras prioridades es un terrible error, que es primordial enfocar nuestra energía en aquello que nos motiva, que es urgente que nos concentremos en lo importante, que debemos ser cautelosos con la multitud de distracciones que nos alejan de lo que queremos y de nuestro yo más auténtico, que hay que valorar cada momento de perfecta sincronía, cada momento de alegría y dicha, cada sencillo momento en que enmudece la voz interior y uno se siente en paz con el mundo, que merece la pena tratar bien a la gente, abrirse, darse a los demás y vivir para algo más que para nosotros mismos.




La flecha, símbolo característico del Camino. Continuamente tropiezas con miles de ellas, y la alegría de visualizarlas no se puede explicar con palabras. Puedes estar cansada, desanimada, sentirte perdida, pero de pronto ves una flecha amarilla y se te dibuja automáticamente una sonrisa. Las flechas te indican que tu esfuerzo no está siendo en vano, que no te rindas, que vas bien, que sigas luchando, que sigas caminando, que vas por buen camino, que afortunadamente no estás perdido. Y cuando no es así, cuando no encuentras tu flecha, sólo tienes que recular tus pasos, regresar a la flecha anterior y volver a intentarlo.

Creo que la vida, como el Camino, consiste en algo parecido: en caminar, en sudar, en luchar, en avanzar, en salvar obstáculos, en disfrutar del recorrido sin perder de vista tu objetivo, en superar etapas, en seguir las flechas adecuadas, esas que te llevan a caminar por el trayecto que tú has decidido, esas que no te alejan de tu camino, esas que, sobre todo y ante todo, no te alejan jamás de tí mismo.