Resaca de vivir

Resaca de vivir

lunes, 29 de septiembre de 2014

TRATADO DE PAZ.

6 de la mañana. Ésta que escribe se lanza a la calle enfundada en unas mallas, una camiseta de color chillón y unas desgastadas zapatillas dispuesta a correr su media horilla, práctica ya habitual desde que el camino de Santiago le dio un pequeño toque de atención.

Para recorrer la ciudad y no morir en el intento, es casi obligatorio hacerlo a estas horas, por lo menos si se pretende esquivar este calor estival, pero sobre todo es el momento ideal para aquel que, como yo, prefiere huir del bullicio, de la gente conocida apostillada en cada esquina, de las burdas conversaciones de ascensor, de la irreal sensación de que todo el mundo te mira con cara de 'vaya pinta', y de todas esas molestas características propias de las ciudades pequeñitas.

Corro. Simplemente corro, sin más. Y, en general, no suelo pensar en nada más que eso, en correr, en avanzar, en no parar; aunque la temperatura empiece a aumentar, aunque me moleste el sudor en la frente cada vez más, aunque mi mente, motor fundamental de ésta y de cualquier empresa, amenace con flaquear; pase lo que pase, no parar.
Corro, y aunque quisiera lograr el vacío mental, acabo siendo alcanzada en demasiadas ocasiones por pensamientos, ideas e imágenes sueltas, bonitas y desagradables, extrañas e inconexas, absurdas y estúpidas, pretenciosas y profundas, que se entrelazan entre sí aunque nada tengan que ver unas con otras, formando todas ellas una extraña y multicolor mezcla que, tal y como llega, se vuelve a perder al doblar una esquina cualquiera para asaltarme más tarde o, en otras ocasiones, para no volver ya más a molestarme.
Pero, en general, y ésto es lo mejor, no pienso en nada más que en correr, o por lo menos eso es lo que intento hacer. Juego a dejar mi mente en blanco, a vaciarme de ideas molestas, a fundirme en este silencio sobrecogedor, a tratar de desprenderme de las malas experiencias a través del sudor, a empaparme de esta calma que todo lo envuelve,a acallar mi siempre bulliciosa mente. Por supuesto no es tarea fácil para esta inquieta e intranquila mente, pero cada día que salgo a correr me entreno en ello y hago de este momento, un momento sólo mío y de nadie más, un momento para disfrutar de esta elegida, necesaria y ansiada soledad, un momento de purificación mental y espiritual, un momento en el que sudo y troto sin más a través de esta ciudad que, aún dormida, lucha contra la frustrante batalla diaria contra las sábanas, mientras aguarda entre legañas un nuevo e inminente día que espera su turno para empezar.

Es curioso, pero a estas horas, siento la ciudad mucho más mía de lo habitual, como si de alguna manera me perteneciera y yo le perteneciera a ella, como si todo ésto estuviera aquí puesto para mí, como si a pesar de tanta gente, de tantas historias, de tantas vidas, la mía, adocenada e intrascendente como la mayoría, importara de repente.
Al mismo tiempo, mientras voy corriendo, mientras me deleito en el vacío de las calles, en la ausencia de la gente, en los colores y olores diferentes, siento claramente mi pequeñez, mi insignificancia, mi nimiedad, rodeadas de una vasta y vacua enormidad.

Conforme mis piernas avanzan, voy dejando atrás distintos lugares y sitios que durante 27 años han sido mi escenario principal, y entonces soy plenamente consciente de cómo mi invisible firma, la huella de mis días, el poso de mis dichas y desdichas, la estela de mis idas y venidas, están contenidas de manera inevitable en ésta y en aquella esquina, en ese banco de más allá, en este bar de más acá, en esa plaza, en ese jardín, en ese portal... y sí, también en este conjunto de baldosas al que acabo de llegar, al que por un mal cálculo no he podido esquivar, en el que, para colmo, por culpa de un semáforo en rojo me toca esperar; estas baldosas por las que casi diariamente tengo que pasar, estas malditas baldosas que, en mis tiempos más feroces, pensé seriamente en destrozar y, en días más dóciles, me planteé la simple posibilidad de hablar con el Ayuntamiento de mi ciudad para rogarles que las sustituyeran por otras y que las cambiaran de lugar.
Llamadme rara, asumo el riesgo, pero estoy casi segura de poder delimitar sin equivocarme las 6-8 baldosas exactas que conforman el área donde se desarrolló aquella escena que hoy, por fin, me atrevo a relatar y, con ello, aunque sea de manera simbólica, a sacar de mí, a expulsar.
Venga, va, respiro hondo, allá va:

Aquí nos dijimos adiós. Para siempre. Sin vuelta atrás.

A ver, repito, por si no lo habéis entendido: aquí, en este grupo de baldosas grises, llenas de porquería por todos lados y de chicles pegados, justo aquí, nos dijimos adiós, para siempre, sin vuelta atrás.



Sí, amigos, aquí se acabó todo. Aquí, exactamente aquí, hizo su aparición el inoportuno punto y final, ese que siempre llega, siempre, pero que en nuestro caso llegó demasiado pronto, demasiado desgarrador, demasiado doloroso, dando por finalizado todo lo empezado, que no era poco, y todo lo que nunca llegó a empezar pero que aspirábamos a alcanzar: proyectos, planes y sueños, noches eternas de pasión, un "sí, quiero" bien rotundo, miles de viajes enganchados de la cintura por todo el mundo, conversaciones infinitas, copas de vino que no acaban nunca, niños correteando mientras vemos una película de Spiderman.
Aquí nos besamos por última vez, sabiendo que sería la última vez y sintiendo con un dolor indecible que fuera la última vez. Sabíamos también que así era porque así tenía que ser.
Fue un beso extra, un beso de regalo, un beso fuera del guión, un beso de prestado, un beso completamente a destiempo, porque nuestra despedida ya había tenido un año antes su lugar y su momento, bien lejos de aquí, tal y como yo quería, para que así ningún rincón de mi ciudad pudiera hablarme de nuestra última despedida, que sinceramente, yo ya bastante tenía con soportar día a día tantos y tantos recuerdos esparcidos a diestro y siniestro en cada esquina.


Pero un año más tarde volviste por aquí un día, sin aviso, para volver a despedirnos, curioso capricho, como si fuera plato de buen gusto repetir tal acto, como si de verdad necesitáramos tanto llanto, como si una fuera tan dura, o tan estúpida, como para tener que soportar dos despedidas...
Y, así, a escasos metros de mi casa, bautizamos este grupo de baldosas, antes anónimas, sobre el que ahora troto sin avanzar, para no parar y perder el ritmo, a la espera de que el semáforo cambie de color y me permita continuar.

Qué mal lo pasé, pienso enjugándome las gotas de sudor que corren por mi sien. Qué tremendamente complicado que fue, tomar la decisión, llevarla a término, mantenerme, no caer. Qué época más oscura, qué peleas mantuve contra la vida, contra mí misma, contra estas baldosas que día a día me recordaban la desdicha de nuestra tristísima e injusta despedida. Días de desesperanza, de vacío, de angustia, de buscarte por todas partes por si en cualquier momento aparecías; de contradicciones, de maldiciones, de tedio, de dudas; de miedo, de rabia, de furia; de automaltrato, de autocastigo, de aversión por el ser humano, de desarraigo con todo el mundo, de desconexión absoluta con mi yo más profundo.
Creí de verdad que ésto acabaría conmigo, que ya no habría solución posible para este corazón herido, que la vida de ahora en adelante ya no tendría ningún sentido.
Dolían los besos de los demás y el punzante recuerdo de los nuestros. Dolían las calles y los bares donde pasamos tanto tiempo. Dolían las canciones de Arjona y todos los versos que hicimos nuestros. Dolía todo silencio que tú no llenabas y ese vacío que tu mera ausencia dibujaba a sus anchas. Dolía tener que volver a empezar, el mordisco brutal de la soledad, la certeza de que ya no había vuelta atrás, toda esa anodina vida por delante en la que tú ya no figurarías nunca más. Dolía, pero mucho, mucho, mucho, que al final, después de tanto luchar, el amor, nuestro amor, esa gigantesca obra que construimos los dos, no tuviera mucho más que hacer, ni que decir, ni que opinar, y se quedara quieto, impávido y mudo, contemplando sin más su propia condena a muerte, su desaparición inminente, su caducidad terrible e hiriente.



Pienso en esos días, tenebrosos, asfixiantes, angustiosos, y casi puedo notar de nuevo, si me esfuerzo, ese mismo dolor de entonces, ese que se incrustaba en mi alma cada mañana antes de saltar de la cama, ese que puso toda mi existencia patas arriba, ese que cambió para siempre mi manera de enfrentarme al mundo, ese que se me cayó encima con peso de plomo, ese que se hizo hueco y se instaló a vivir en mi piel, en mis palabras, en mis movimientos, en mis ojos.



Pero pasó el tiempo, prosiguió la vida, y aunque me costó mucho, muchísimo, demasiado, logré calmar mi herida. Fue el tiempo que todo lo cura, sí, pero también mi determinación, mi pelea, mi lucha; mi guerra personal contra tanta tontería, contra la autocompasión, contra el drama desproporcionado, contra los típicos sentimientos de ruina tan frecuentes y malsanos.

Descubrí entonces que nadie es imprescindible ni primordial. Por lo menos no para respirar. Que la vida no se detiene por nada ni por nadie. Que de amor no se muere nadie, aunque eso es justamente lo que uno quisiera para ahorrarse el mal trago de atravesar y soportar esa dura guerra. Que nadie es incondicional, o sí pero de manera temporal, que en cualquier momento se dejar de serlo y ya está. Entendí que la obsesión, que marcó claramente nuestra relación, suele ser camino seguro de perdición. Comprendí que no me había quedado sola sin tí, tal y como en un principio creí, porque solamente está solo quien está vacío y yo estoy repleta de mí, conmigo. Cambié el edulcorado "no puedo vivir sin tí" por un lema más práctico y realista: "no puedo vivir sin mí". Acepté, no fácilmente pero acepté, que si no pasaba página no podía seguir leyendo, que hay que ponerle fin a un ciclo para entrar en otro nuevo, que a pesar del dolor inmenso que dejaba tu hueco, éste suponía, por lo menos, un espacio nuevo para otras personas, otras experiencias, otras sensaciones, otras oportunidades, otras cosas... toda una vida nueva por delante llena de posibilidades e historias.

Sentí miedo, un miedo atroz, desproporcionado.
Perdí la fe en mí, en tí, en todo ser humano.
Se acabó para mí la historia que hasta ahora más me había marcado.
Fracasé, me perdí, perdí a quien más había amado.

Pero. Siempre hay un pero.

Logré hacerme amiga de ese miedo, lo conquisté, lo dejé a un lado.
Recuperé la fe perdida, la esperanza, la alegría, el entusiasmo.
Se acabó nuestra historia, sí, pero vinieron y vendrán muchas otras.
Y, lo más importante, ya no podré morir, desde luego, sin haber amado.

No te olvidaré, lo prometo. Aunque quisiera no podría pero es que no quiero. El mundo se me antoja más bonito, más amable, más humano, sabiendo simplemente que tú estás en él, no importa que no sea a mi lado.
Siempre te llevaré conmigo, de alguna forma u otra una parte de tí siempre estará a mi lado. Y se, tengo la plena certeza, de que tú también me llevarás contigo adonde quiera que te lleven tus pasos.
¿No es tremendamente bonito acaso saber que estemos donde estemos nos queremos, nos proferimos buenos sentimientos, nos deseamos paz, felicidad, suerte, que siempre podremos cuando queramos revolcarnos en tantos recuerdos sólo nuestros que ya nadie podrá arrebatarnos?



El semáforo se pone en verde, por fin puedo continuar, pero mis piernas, extrañamente, siguen trotando sobre estas baldosas que tanto he odiado. Me miran con descaro, las miro con más de lo mismo, y entonces decido que ya es hora de hacer las paces, que me rindo, que no voy a odiarlas más, que voy a aceptarlas como parte de una realidad que, por pasada, ya no debe tener bajo ningún concepto la capacidad de dañar. Decido que cada vez que pase por aquí, sonreiré por el amor tan auténtico que he sentido, ese que se justifica por el mero hecho de haber existido, y que daré las gracias por haberlo vivido en vez de lamentarme por haberlo perdido. Decido también que tu recuerdo permanecerá en mí porque así quiero yo que sea, pero que nunca volverá a tener la capacidad de alterarme, de molestarme, de herirme, de turbarme. Ya no serás, al despertarme, esa primera imágen, ni elegiré mi cicatriz como traje. Ya no dolerás ni volveré a sentirme culpable. Ya no volveré a andar rumiando sombras, ni regodeándome en el dolor, ni atormentándome porque todo se acabó. Nuestra historia fue preciosa tal y como pasó, y que tuviera un final (¿qué no lo tiene?) no le resta importancia, ni veracidad, ni valor.

Tenía que ser así y así fue. O eso nos hicieron creer. El caso es que al final nos lo creímos, lo hicimos nuestro, y así fue. Por tu bien, por mi bien, por nuestro bien. Lo sabemos, lo sabes, lo sé.

Así que, ahora que todo está en orden, ahora que ha pasado el tiempo y he logrado alcanzar sorbitos de paz, ahora que la serenidad y la tranquilidad son compañeras mías de viaje y les he puesto sus respectivos cinturones de seguridad, ahora que le he puesto contención a mi romántica rebeldía, ahora que se ha apaciguado el océano de mi ansia, de mi desconsuelo, de mi anhelo, ahora que todo está reposado, calmado, claro y aclarado, me marcho. Abandono de una vez por todas esta historia, desconecto mentalmente de este tema, cierro este caso, salgo de esta húmeda habitación en ruinas, me largo. Cierro las ventanas, bajo las persianas, echo un último vistazo, trago saliva, apago la luz y me marcho, porque definitivamente ya no queda nada más que hacer por aquí, porque intuyo que no es demasiado sano vivir prendada del pasado, porque no me apetece intimar con la melancolía, ni hacerme novia de la nostalgia, ni vivir con tu fantasma adherido a mis entrañas. Entonces sí, ahora sí, mis piernas salen corriendo, volando, golpeando el asfalto con fuerza, sintiéndome distinta, fortalecida, nueva, la versión mejorada de mí misma que, como el ave Fénix, resurge de sus cenizas, dispuesta a seguir avanzando, a dejar atrás el pasado, a no permanecer ni un minuto más en este sitio donde todo está acabado, donde hubo tanto pero ya no quedan sino escombros, donde conocimos la máxima dicha pero también su antónimo, donde olvidamos pagar un seguro de vida y se nos acabaron ahogando los besos, las miradas, las risas, donde una vez fuimos pero ya nunca más seremos, donde nos convertimos en desconocidos que se conocen por entero, donde se partió en dos la complicidad que creímos de acero.

Me marcho, y lo hago en paz, porque érase una vez, sí, una maravillosa vez. Pero. Siempre hay un pero. Érase una vez que dejó de ser, que ya no es y que nunca volverá a ser.




jueves, 31 de julio de 2014

¡BUEN CAMINO!



"¡Buen camino!". Esa es la expresión que todo peregrino utiliza para dirigirse a cualquiera de los suyos con los que se cruza por el camino, y creo que, en su sencillez, esta escueta y amable frase define a la perfección lo que significa hacer el Camino de Santiago, la saludable atmósfera que se respira, el ambiente de camaradería, la generosidad, el apoyo, la ayuda mutua en cada esquina.

"El Camino de Santiago te cambia la vida". Pues no, la verdad, yo no lo creo, con todos mis respetos. Posible es, desde luego, como cualquier otra situación puede hacerlo, ¿acaso no está todo continuamente en movimiento, no puede cambiar todo en cualquier momento? pero lo que sí es totalmente cierto es que esta experiencia, muy distinta al resto, aunque no te cambia literalmente la vida, sí te anima a que la cambies tú, si quieres, por tí misma.

Por todos es sabido lo altamente recomendable que es salir de tanto en tanto de nuestra particular zona de confort, desconectar de la rutina, aprender a vivir sin ciertos bienes materiales sin los que uno ni se imagina, dejar a un lado los horarios que nos esclavizan, aparcar las actividades que normalmente realizas, incluso alejarte, temporal y voluntariamente, de la gente que te rodea en tu día a día.

El Camino de Santiago, además de una ruta de peregrinaje que acaba en la ciudad de Santiago donde se encuentran los supuestos restos de dicho apóstol, es un lugar de reencuentro con uno mismo y con los demás, un lugar perfecto para encontrar silencio, para hacer balance, para hacer limpieza, para arrancar de cuajo las malas hierbas, para resetear, para renovar, para tomar conciencia plena de nuestras limitaciones, para jugar a superarte, para practicar la autodisciplina, para retomar las riendas de tu vida, para recordar tus prioridades, para aceptar que hay personas que ya no tienen cabida, que ya no encajan en tu vida, y a las que hay que dejar marchar, de una vez por todas, para poder continuar.
Esa es, sin duda, una de las enseñanzas del Camino, que la mochila en la espalda pesa, que conviene ser selectivo con lo que uno carga, que con mucho peso no se avanza, que hay que desprenderse de lo que ya no sirve, de todo lo que no es más que pasado, de todo lo caducado, de todo lo que fue pero ya no existe, de todas las legañas que empañan nuestra alma, de tanta basura mental acumulada, de todos los demonios enquistados en nuestras entrañas.



Nueve son las etapas que he hecho del llamado "Camino francés", desde Ponferrada hasta Santiago, 207 kms a pie a través de los cuales he vivido un popurrí de situaciones y sensaciones que voy a intentar, me temo que con poco acierto, resumir:
Me he levantado cada día sobre las 5 de la mañana, he llegado extrañamente a disfrutar con ello, y no sólo eso sino que he decidido, quizá un poco ingenuamente, incorporar esta disciplina de aprovechar más el día a mi vida. "Deja de quejarte de que no tienes tiempo para tí y levántate una hora antes"
He amanecido en habitaciones repletas, unas 50 literas de media, con todas las ventanas cerradas, y yo, que para ésto de la ventilación soy un poco maniática, en vez de cabrearme y morirme del asco, le he llegado a encontrar hasta su gracia; una anécdota más para contar que me llevo a casa.
He aprendido a enrollar un saco de dormir a oscuras, a hacer mi equipaje con una linterna, a avanzar a tientas tropezando con literas, a contener a duras penas la risa floja ante los estruendosos ronquidos de un puñado de desconocidos, a dormir profunda y felizmente a pesar del ruido.
He atravesado bosques en plena noche, en sepulcral silencio, silencio sólo roto por nuestros decididos zapatos golpeando el suelo, sobrecogida ante la belleza sublime de la oscuridad, del juego de luces cuando el cielo empieza a clarear.
Me he sentado largos ratos a la orilla de ríos cristalinos sin pensar absolutamente en nada, sólo concentrada en la reconstituyente sensación de mis pies dentro del agua helada.
He caminado durante horas bajo una lluvia incesante, escuchando el relajante sonido del agua golpeando el chubasquero, aspirando la maravillosa fragancia de la tierra mojada, sintiéndome verdaderamente emocionada sólo por estar aquí, así, inmersa en este momento tan sumamente perfecto.
Me he sorprendido a mí misma viviendo tantos días y sin ningún problema con una simple mochila, con lo justo y necesario, y si ya lo intuía, ahora lo tengo mucho más claro: prefiero acumular experiencias que objetos inanimados.
Me he dado cuenta de que últimamente mi actitud con mi cuerpo ha sido casi de maltrato, por lo que a partir de ahora, pienso ejercitarlo y cuidarlo, y los excesos pasan a formar parte del pasado. "Algo fallaba para que se estuviera tratando tan mal"
He convivido con bastante naturalidad con el sufrimiento físico. Milagrosamente no me han salido ni ampollas ni rozaduras, nada. Aun así, me han dolido las piernas, los pies, la espalda. Me he sentido cansada, agotada, incluso en alguna ocasión momentáneamente desesperada. Muchos kilómetros a la espalda, muchas horas de caminata, a veces sola, otras acompañada, cuestas empinadas, bajadas escarpadas, el sol quemando sin piedad en la cara, la frente perlada de sudor, la mochila como prolongación de la espalda excediendo el 10% de la carga teóricamente recomendada.
He aprendido a valorar con mayor fuerza los pequeños gestos, las pequeñas cosas: la primera parada de la mañana para desayunar, ese café caliente, esas tostadas con tomate y aceite, ese revitalizante trago de agua; la ridícula alegría al comprobar que, tras haber lavado la ropa a mano, las prendas se han secado y no tendrás que llevarlas colgando; el delicioso menú del peregrino, una copa de vino compartida con cualquier desconocido, la brisa fresca, sentarte a descansar en cualquier rincón de cualquier aldea, devorar con entusiasmo raciones de pulpo, empanada gallega, tarta de Santiago o lo que sea; la conexión brutal con mi prima recién adquirida, sentirte serena, en paz, tranquila, conseguir silenciar la cháchara mental tan molesta, sentarte en una mesa con una cerveza sin más objetivo que estar, sin prisa, con calma, sin buscar nada, sólo concentrada plenamente en el presente, sin dar coba a las preocupaciones, dándole tregua a las tinieblas internas, entregada por entero al instante que tenemos delante, fugaz, efímero, eterno, masticarlo y saborearlo lentamente antes de tragarlo.
He conocido gente estupenda, compañeros de fatigas, de conversaciones, de risas. Gente de diferentes procedencias, idioma, edades, pensamientos, cultura... personas aparentemente muy distintas con las que, sin embargo, te sientes unida en seguida por el invisible hilo de un objetivo compartido, de una misma meta, de un mismo destino.
He mantenido conversaciones de distinto tipo con personas de lo más variopinto, sobre la vida, sobre el Camino, sobre la búsqueda personal de algo, lo que sea, como motor principal de todo peregrino. Cada cual alberga un motivo distinto para aventurarse en el Camino, pero siempre hay un motivo, una búsqueda, un anhelo, un deseo, un vacío potencialmente henchido.



He conectado, o he intentado conectar, torpe y tímidamente, con mi dimensión más espiritual, esfera que tenía algo descuidada y que requería ser aireada, revisada y perfumada. He pisado muchas iglesias, he oído un par de misas, he llorado con el mágico movimiento del botafumeiro, me he sentado tranquilamente en silencio y he pensado en todo lo que el Camino me ha ido diciendo, a veces entre susurros, otras a auténticos alaridos: lo importante que es darle propósito y significado a nuestra vida, la necesidad imperiosa de perdonar y perdonarse a sí misma, el poder de nuestros pensamientos que son, en gran medida, los que dan forma a nuestra vida, que a veces uno tiene que hacer lo que debe de hacer y no lo que le apetece porque lo que apetece no es siempre lo que realmente uno quiere, que hay personas que pasan brevemente por nuestro camino y se marchan, pero que siempre nos dejan alguna enseñanza, que no hay que apegarse en exceso a nadie ni a nada, que es fundamental aprender a desprenderse, que si no empiezas desde ya a llevar la vida que realmente quieres llevar y no te pones manos a la obra, será la vida la que decida por tí y te manejará a su antojo como un barco sin rumbo golpeado por las olas, que hay que aprender a decir que no, que perder de vista nuestras prioridades es un terrible error, que es primordial enfocar nuestra energía en aquello que nos motiva, que es urgente que nos concentremos en lo importante, que debemos ser cautelosos con la multitud de distracciones que nos alejan de lo que queremos y de nuestro yo más auténtico, que hay que valorar cada momento de perfecta sincronía, cada momento de alegría y dicha, cada sencillo momento en que enmudece la voz interior y uno se siente en paz con el mundo, que merece la pena tratar bien a la gente, abrirse, darse a los demás y vivir para algo más que para nosotros mismos.




La flecha, símbolo característico del Camino. Continuamente tropiezas con miles de ellas, y la alegría de visualizarlas no se puede explicar con palabras. Puedes estar cansada, desanimada, sentirte perdida, pero de pronto ves una flecha amarilla y se te dibuja automáticamente una sonrisa. Las flechas te indican que tu esfuerzo no está siendo en vano, que no te rindas, que vas bien, que sigas luchando, que sigas caminando, que vas por buen camino, que afortunadamente no estás perdido. Y cuando no es así, cuando no encuentras tu flecha, sólo tienes que recular tus pasos, regresar a la flecha anterior y volver a intentarlo.

Creo que la vida, como el Camino, consiste en algo parecido: en caminar, en sudar, en luchar, en avanzar, en salvar obstáculos, en disfrutar del recorrido sin perder de vista tu objetivo, en superar etapas, en seguir las flechas adecuadas, esas que te llevan a caminar por el trayecto que tú has decidido, esas que no te alejan de tu camino, esas que, sobre todo y ante todo, no te alejan jamás de tí mismo.




jueves, 10 de julio de 2014

¿DÓNDE ESTÁ MI BOLITA DE AZÚCAR?

Desde el momento mismo en que un anciano cruza por primera vez la puerta principal de la Residencia, dice automáticamente adiós al mundo de afuera. Para siempre. Sin camino de vuelta.

Vale, debo matizar. Algunos, los más afortunados, saldrán un día a la semana a comer con su familia, o saldrán el día de su cumpleaños, o el del cumpleaños de su hija. Para otros, la gran mayoría, el mundo quedará relegado de por vida a este ambiente soporífero, a este olor a rancio por los pasillos, a este puñado de días casi idénticos en los que se instalan, sin más remedio, para vivir languideciendo.

Ahí es donde radica la principal particularidad de trabajar en una residencia, en que los pacientes no vienen, se les trata y se van, sino que ésto se convierte para ellos en su nuevo y único hogar. Vienen para quedarse, dejan de ser pacientes y pasan a llamarse residentes, porque aquí es donde vivirán hasta que la muerte, más temprano que tarde, se los lleve.
Una viene, se uniforma, trabaja, medio convive con ellos y se va, pero cada vez que vuelves, ellos siempre están, no se mueven de este lugar. Por tanto, para bien y para mal, acaban formando parte de tu vida personal y, por supuesto, tú de la suya de una forma probablemente aún más especial.

La aplicación práctica del término equidad, que en teoría debería encabezar el mundo de la Sanidad, no es del todo real. A nivel material, se hacen ligeras distinciones, es una verdad universal que aquí mismo, a pequeña escala, he podido comprobar. Aquí, como en todas partes, hay favoritismos y alguna que otra discriminación económica, es la pura verdad, pero bueno, eso es otro cantar. A nivel emocional, que es de lo que quiero hablar, sucede exactamente igual. No puede ser de otro modo. Es imposible tratar a 80 residentes de la misma manera. Es muy difícil, casi utópico, ser completamente imparcial. Se trata con respeto a todo el mundo, faltaría más, pero a unos se les aprecia un poco más, y a otros pocos se les coge un cariño especial.
Puede que no quede muy bien decirlo, pero todas las que trabajamos por aquí tenemos nuestros residentes favoritos. La vida misma, qué queréis que os diga.
Tu residente preferido puede ir cambiando, claro, no es un concepto estático, porque la plantilla se va renovando. Lenta pero implacablemente van desapareciendo residentes y sus huecos son sustituidos por ancianos nuevos que repiten el mismo proceso: cruzan la puerta y adiós muy buenas, mundo de afuera.
Por tanto, hay residentes que son eso, residentes sin más, y luego están los otros, aquellos por los que una siente una debilidad especial, a los que incluso se les llega a querer de verdad.

Toda esta presentación me lleva inevitablemente a hablar de ella, a la que curiosamente atendí la primera en mi primer día, aquella que fue mi favorita durante muchos, muchos, muchísimos días... Luisa.

Luisa tenía los ojos azules más bonitos que he visto en mi vida, una sonrisa especialmente entrañable, y la resignación y abnegación que la caracterizaban, sobrecogían a cualquiera. La conocí con una sola pierna, pierna que también acabó perdiendo tras ser invadida y consumida por úlceras diabéticas. No sé qué tenía, pero despertaba en mí mucha ternura, y a mí personalmente me apetecía abrazarla constantemente. Siempre se unía a todos mis juegos y tonterías, y verla reír a carcajadas era una delicia. Lo mismo jugábamos a que su tripa era un tambor, o nos burlábamos con cariño la una de la otra, o imitábamos el sonido de animales... incluso compusimos una canción que entonábamos las dos ante las miradas atónitas de quien pasara y cuyo estribillo decía así: "¿Dónde está mi bolita de azúcar, dónde está mi bolita de anís?" Ñoña, ¿eh? pues sí, pero provocó muchas risas y situaciones bonitas.
Luisa fue, sin lugar a dudas, la residente que marcó mi llegada a esta Residencia, mi referente de aquella época, la que más presente estuvo en esos primeros días como enfermera, y creo que en mi evolución como trabajadora, entre otras muchas cosas, ella tuvo que ver de alguna manera. Inevitablemente quedaron en mí pedacitos de ella, momentos compartidos, risas, alegrías y penas.

Hace poco, su hija Elena se puso en contacto conmigo mediante un mensaje que decía: "¡Feliz carnaval, Isa!". Adjuntaba al texto una foto de Luisa en su última fiesta de Carnaval en la Residencia. Creí, o quise creer, por qué no, que de alguna manera era como si, a través de su hija, me estuviera hablando ella.

El pasado 2 de Julio hizo un año que falleció Luisa y hoy la recuerdo y le hago un huequito en este espacio.
Esa pregunta que nos hacíamos antaño cantando, "¿Dónde está mi bolita de azúcar, dónde está mi bolita de anís?", adquiere ahora una connotación triste y gris.
Me temo que ante esa pregunta no tengo respuesta, no tengo ni la más remota idea, pero lo que sí sé es que me basta con mirar esta fotografía para que me vuelva de golpe toda aquella época, mi ingenua manera de mirar al mundo ya obsoleta, fogonazos de imágenes de la que yo era, tormenta de ideas crédulas, lluvia de recuerdos que ya son sólo eso, y si me esfuerzo, si miro bien la foto, si me detengo, logro sentir a Luisa y a todo lo que ella representa, cerca, muy cerca. Porque hay sensaciones, vivencias y personas que se nos agarran de tal forma que se van pero que al mismo tiempo se quedan; sí, Luisa, es esa, me parece que acabamos de dar por fin con la respuesta: hay personas que se van... pero se quedan.





martes, 1 de julio de 2014

JUSTO AHÍ


"Me siento sola", me anunciaste de pronto situándote de brazos cruzados junto a mí, con un tono desprovisto de toda emoción, como quien anuncia que está lloviendo. Y, entonces, ahí, justo ahí, sucedió.

Es difícil situar de manera exacta el momento, el lugar, el instante, la frase o situación desencadenante, en la que uno se da cuenta por primera vez de que la persona que tiene al lado ha dejado de ser una persona cualquiera y ha pasado a formar parte de ese cupo que conforman las personas que llamamos importantes. En mi caso sucedió ahí, o por lo menos yo lo decidí así; hombro con hombro, mirada al frente, ningún contacto ocular, y la plena seguridad de que se estaba fraguando un momento verdaderamente íntimo y especial.

Es tendencia, en esta sociedad de seres cada vez más solitarios, así como cada vez más temerosos de dicha soledad, de seres cada vez más independientes, pero cada vez más dependientes de tanto cuento que nos venden, de seres tan alejados de nosotros mismos como de los demás, que acumulemos cantidades ingentes de porquería en nuestro interior, porquería que, por no saberla compartir con los demás, se nos acaba enquistando de manera brutal. 
Compartimos lo positivo, lo bueno, lo bonito, porque eso resulta sencillo, pero compartir nuestras miserias, confiarle a alguien nuestras tinieblas, abrirnos el pecho y dejarlo al descubierto, eso resulta más complicado. Sin embargo, la mejor fórmula para desendiosar nuestros complejos, para relativizar nuestros miedos, para exorcizar nuestros demonios personales, es sentarse al lado de alguien y contarle, mostrarse, hablar abiertamente, vaciarse.

La vida es un macabro juego en el que para jugar bien hay que tirarse al ruedo, no quedarse al margen, y eso implica ensuciarse. La vida mancha, es así, y si no lo es, no estamos echando las cuentas bien.
Lo que quiero decir es que todos, absolutamente todos, guardamos un cajón con llave en nuestras entrañas, repleto de ideas consideradas raras, sensaciones supuestamente diferentes a las estándar, inquietantes fantasmas, percepciones que se nos antojan extrañas, recuerdos que aún nos matan, traumas que quedaron sin superar, heridas aún por cicatrizar, visiones que nos hacen temblar, miedos que condicionan nuestra manera de actuar, anhelos y deseos que no somos capaces de confesarnos ni a nosotros mismos frente al espejo, secretos grandes y pequeños, contradicciones, paranoias, obsesiones, demonios rebeldes que no callan ni debajo del agua y que no se ahogan ni en ríos de etanol sino que saben nadar en ellos a la perfección.

Todos tenemos nuestro lado oscuro, que nos define tanto o más que esa cara manifiesta que le damos a conocer a los demás, y no tener a nadie con quien poder hablar de lo que nos angustia, de lo que nos tortura, de lo que nos atormenta, es una verdadera pena. Por desgracia, me consta que es bastante habitual que mucha gente no tenga una persona con la que hablar, con la que hablar de verdad, con la que atreverse a confesar lo que uno sólo se confiesa a sí mismo.
Basta observar las conversaciones cotidianas que mantenemos en nuestro día a día, para darnos cuenta en seguida de que lo normal es hablar de tonterías, de vulgaridades, de cosas superficiales, y no de lo que de verdad importa, o mejor dicho, de lo que a cada uno le importa, que por supuesto no es, ni tiene por qué ser, ni debe ser, la misma cosa.
Echo un vistazo a mi alrededor y compruebo que llevo razón. Por ejemplo, esa chica de ahí, esa que no para de contar chistes, tiene un verdadero nudo en el estómago por la complicada situación en la que se encuentra su hijo, pero nunca habla de ello. Esa otra, sentada frente al televisor, tiene un problema con el alcohol pero no es capaz de hablarlo con nadie de su alrededor. Aquella que sólo habla de dietas y calorías anda muy preocupada porque se está dando cuenta de que ésta no es la vida que quería, pero prefiere no admitirlo y hacer como que todo está en su sitio. A ésta de más acá le sigue matando haber perdido lo que más ha querido, pero finge continuamente que lo tiene asumido. Aquella que parece tan serena y relajada, alberga verdaderos incendios en su interior de los que nunca habla por pudor...
Ocultamos nuestras flaquezas y debilidades, maquillamos nuestros desperfectos, perfumamos nuestros malos olores, disfrazamos nuestros miedos. Sólo mostramos lo que está bien visto que sea mostrado. Callamos lo que de verdad nos importa, lo que nos preocupa, lo que nos devora. Para compensar, hablamos mucho de todo lo demás, quizá para solapar el ruido, para intentar llenar el vacío, para no escucharnos a nosotros mismos.

"Me siento sola", me anunciaste, y no necesité nada más. El contacto de tu hombro con el mío y esas 3 palabras tan sencillas, tan extendidas, y sin embargo tan poco expresadas ni oídas, fue suficiente para sentir ahí, justo ahí, que ya eras importante para mí, y que yo lo era para tí, y me pareciste admirable por haber pronunciado esa valiente frase, por habérmela soltado así, a bocajarro, por haber sacado tu fantasma a pasear, por haberme invitado a asomarme a tu cueva personal, por dejar relucir tus miedos, por expresar abiertamente ese sentimiento, por hablar de lo que nadie tiene el valor de hablar, por elegirme a mí de entre todos los demás.
Vi grandeza en ese gesto tuyo de humildad. Admiré tu honradez, tu entereza, tu sinceridad. Me sentí muy feliz por esos lazos invisibles que hemos creado. Me sentí orgullosa de que, una vez más, me regalaras tu confianza. Y supe que tenía que dejar constancia de ese momento, plasmarlo, enmarcarlo, retenerlo. Hacer una captura de pantalla como a veces suelo, y extraerlo del resto de sucesos.
Porque definitivamente pocas cosas me llenan más en esta vida que estrechar lazos profundos con la gente, que lograr conectar mental y emocionalmente, que tender sólidos puentes, que entablar vínculos fuertes, que forjar relaciones intensas, que construir amistades verdaderas.

Por ese momento, de entre tantos momentos, hoy te dedico este texto. Un texto en el que, sin necesidad de nombrarte, te encuentres al leerlo. Un texto en el que sólo tú y yo sepamos de qué va todo ésto. Un texto que al acabar de leerlo te deje como ahora mismo, seguro, estás haciendo: sonriendo. Un texto que consiga, aunque sólo sea por un momento, que te sientas un poquito menos sola, justo como yo me sentí cuando te decidiste a contarlo, y para ello me escogiste a mí. Un texto que te deje claro, por si aún no te has percatado, de que ya formas parte de ese cupo de personas importantes para mí, de que, sin más remedio, nuestra amistad empezó ahí, justo ahí.



jueves, 26 de junio de 2014

"ANESTESIA EMOCIONAL"

Suena el móvil de la empresa que llevo en el bolsillo derecho del uniforme junto a un puñado de chicles de menta, un bloc de notas y unas tijeras. Paro la música que suena en mi móvil personal que llevo en el otro bolsillo y que me ayuda a amenizar esta primera jornada después de librar. Atiendo la llamada. Carmen, que ha fallecido en el hospital. La operación parecía que había ido bien pero al final la cosa se torció, me explica la serena voz de la sobrina de Carmen. Le expreso torpemente mis condolencias de rigor y cuelgo. Acto seguido, sin ningún aspaviento, sin mutar en nada mi gesto, le doy al 'play' y mi música y yo seguimos a lo nuestro.

Entre canción y canción, de manera involuntaria, me asalta un recuerdo. Hará una semana, no mucho más, justo antes de la fractura de húmero que ha precipitado su despedida terrenal, Carmen y yo tuvimos nuestra última conversación. Bajé a su habitación a tomarle la tensión y le pregunté que por qué ya no se pintaba, que me daba mucha rabia, que siempre la había conocido con su sombra de ojos verde y que la echaba en falta. Me dijo que si tanto la añoraba, que cogiera su neceser y la maquillara. Eso hice. Extendí, la verdad que con poca gracia, sombra color verde por sus párpados, le dije que sin duda estaba así mucho mejor, que menudos ojazos de infarto, y ella, con una amplia sonrisa me dijo: "que el Señor te lo pague, nenica".
Con la llegada de Encarna, que asegura tener todos los síntomas habidos y por haber, y que "de ésta sí que me muero, Isabelita", abandono este recuerdo y cambio de tercio.

Avanza la mañana, me cruzo con compañeras, comparto la noticia con ellas, suelto un par de "pobrecilla", "qué pena", "bueno, por lo menos se ha muerto durmiendo", y frases de ese tipo, protocolarias y completamente automáticas. Bajo a desayunar. Mi bocadillo y mi pastelito me saben fenomenal. Disfruto de mi café con verdadero placer. Charlo y río como cualquier otro día. Me paseo un momento por las redes sociales sin buscar nada en concreto, sin encontrar nada nuevo. Escribo alguna chorrada en mi muro. Bostezo. Me quejo de lo duro que es trabajar y estudiar, del poco tiempo que tengo. Paso consulta con el médico. Termino las curas y los pastilleros. Y, poco antes de acabar mi turno, la fúnebre noticia parece haber pasado a mejor vida.

"Ni el más mínimo temblor por esta señora que durante casi 5 años ha formado parte de mi escenario diario". Ese es el titular que, rodeado de parpadeantes luces de neón, golpea mi cabeza durante mi trayecto en coche de vuelta a casa mientras en la radio suena una canción tan pegadiza como ridícula en la que un señor confiesa que quiere tener "una noche loca con tremenda loca", increíble frase esa.

Ni el más mínimo temblor... me repito de nuevo en el ascensor mientras me quito las gafas de sol, me miro al espejo y me retiro con el dedo restos de lápiz de ojos del párpado inferior. Abro la puerta de casa y me pregunto con cierta pena qué es lo que me ha pasado, en quién me he transformado, cómo es que me he enfriado tanto...
Será que he madurado, pienso para mí entre bocado y bocado, que he crecido, que sin más remedio me he curtido, que una profesional de la Sanidad no puede permitirse ser demasiado emocional, que, en fin, supongo que es normal, que ésto suele pasar, que el ser humano se acaba acostumbrando a todo, que para poder lidiar con tanto dolor se necesita de un buen escudo protector, que hay que saber poner barrera, que no podemos llevarnos a casa los problemas de la Residencia...
Intento justificar de mil maneras mi anestesia emocional, esta inquietante sensación de insensibilidad general, pero al final, ya en la cama dispuesta a echar mi obligada siesta, decido que la auténtica verdad es que ya ha llegado el momento de abandonar, de volar, de moverme a otro sitio, de cambiar de lugar.
Porque siento, con mucha nostalgia y cierto miedo, que todo lo que tenía que hacer por aquí ya lo he hecho, que todo lo que podía dar de mí ya lo he dado y que sin duda ya he visto demasiado. Pero sobre todo, porque cuando me marche de aquí, quiero que sea estando todavía enamorada, entusiasmada, emocionada, y no desencantada, ni aburrida, ni hastiada, ni agotada...
Y me temo que, si eso es lo que quiero, tendré que ir deprisa, muy deprisa... casi que corriendo.

domingo, 15 de junio de 2014

"UN POQUITO DE BALANCE"


Hoy hace exactamente 5 años que entré por primera vez en esta Residencia para, a día de hoy, permanecer en ella. Desde luego no tenía ni idea de que, tanto tiempo después, seguiría todavía por aquí dando guerra. En realidad no tenía ni la más remota idea de todo lo que iba a suponer para mí traspasar la puerta de este enorme bloque rodeado de huerta.

Aún no sé muy bien cómo acabe por aquí ni porqué, pero el caso es que así fue. Una llamada de mi amiga Marina, que curiosamente ha estado presente en todas las etapas de mi vida, me comunicó que quedaba una vacante de Enfermería y yo me decidí a acercarme un día para ver si me compensaba dejarme la insípida clínica donde languidecían mis días y unirme a este anciano mundo custodiado por una congregación de monjitas.
Por aquel entonces no disponía de coche, así que cogí un autobús que me dejó a unos 5 minutos de la Residencia y seguí después a pie las indicaciones de Marina: todo recto, el segundo carril a la derecha, sí, sí, aquí en vez de calles son carriles, qué va, yo creo que ésto no tiene ni número, ¿un punto de referencia, dices, algo que esté cerca? qué va, Isa, aquí sólo hay árboles, plantaciones de lechuga, limoneros, huerta.
Aquel caluroso día de Junio crucé, sin más, esa puerta, con unos vaqueros, una bandolera, un puñado de nervios en los bolsillos y mi desértico currículum a cuestas, sin saber que me adentraba en otro planeta, sin ser en absoluto consciente de que esa ingenua chica de 22 años no volvería nunca más a ser la que era, sin poder imaginar siquiera que poco o nada quedaría de la que yo era en aquella época, o bueno, siendo un poco considerada, imagino que aún permanece cierta esencia.

Todavía a día de hoy sigo preguntándome por qué me decanté por estudiar Enfermería, sigo sin tener claro qué extraño mecanismo se accionó en mí para que me diera por ahí. Eran tantas y tan dispares las opciones que barajaba, ninguna me decía realmente nada y al mismo tiempo muchas me parecían posibles candidatas. Por aquel entonces a mí sólo me gustaba de verdad escribir, leer, escuchar música y comer golosinas con mis amigas.
A su vez, de entre todas las ramas posibles, acabar en el cenagoso ámbito de Geriatría fue también producto de la más pura casualidad, como lo son tantas cosas que nos acontecen en esta vida. Así vinieron las cosas, simplemente, y yo, sin pensar mucho más, me abandoné en brazos de la inercia y me dejé arrastrar.

No sé qué haría ahora si pudiera volver para atrás, quizá en vez de apagar la colilla para accionar aquella puerta como hice aquel día, me encendería otro cigarrillo y echaría a andar rehaciendo el mismo camino. O quizá volvería a entrar y trataría de vivir desde el principio con mayor intensidad los millones de historias que se guisan en esta atmósfera tan peculiar.
En fin, no sé, todo es suponer, lo único que se es que aquí estoy, 5 años después, contemplando la que es mi segunda casa, el edificio donde tanto tiempo invierto, el lugar donde día a día voy creciendo, el sitio que tanta implicación me ha supuesto, pensando en los miles y miles de recuerdos y momentos que atesoro por todo mi cuerpo, un equipaje de vida nada ligero que llevaré siempre conmigo y que de otro modo no hubiera conocido.

Cuando empecé a trabajar aquí, aún sin haber firmado el contrato por cierto, apenas hacía un año que había terminado la carrera, mi experiencia como enfermera era escasa, mis conocimientos a todas luces insuficientes, mis técnicas torpes, mis herramientas ante la vida bastantes rudimentarias; me faltaba, miraras por donde miraras, madurez, actitud, seguridad, asertividad y muchas cosas más.
No sabía, desde luego, casi nada de la vida, pero menos aún conocía nada sobre la muerte que, más que ser lo opuesto a la vida como por aquel entonces creía, más tarde descubriría, y no fácilmente, que era una parte más de ella, totalmente inherente.

Mi llegada fue un poco dura, todo el mundo se conocía, yo era la nueva, única enfermera por turno, sentía que tenía poco que ver con todo el mundo... en fin, típica situación por la que todos hemos pasado en alguna ocasión.
"Muchacha, no salgas a fumar sola, vente con nosotras" esa es la primera frase de solidaridad que recuerdo por parte de una compañera, no sé si sería realmente la primera, la memoria es traicionera, pero sí la que recordaré hasta que me muera. La que tuvo ese gesto era, y es, limpiadora, se llama Mª Carmen, me dobla la edad, y a día de hoy, sin saber porqué, y aunque en apariencia poco tengamos que ver, siento por ella un cariño, una confianza, una admiración, una debilidad especial y, sobre todo, puedo decir bien alto que tenemos una amistad atípica pero de verdad.

Algo muy curioso de este lugar es que aquí sólo trabajan mujeres porque las monjas creen que conviene evitar cualquier instinto potencialmente sexual y ahorrarse así rollos raros en el trabajo. A este respecto me voy a abstener de comentar, pero creedme, tengo mucho que objetar y lo mismo algún día les explique lo equivocadas y erradas que están y lo malamente enfocado que han llevado el asunto.
¿Que cómo es un ambiente sólo de mujeres? pues es algo así como un caos hormonal, una plaga de sentimientos, una invasión de emociones, retales de ternura por todas partes, una confianza entre nosotras desproporcionada, lo mismo llantos que carcajadas, puñados de orgullo femenino, mucho de tú-has-dicho-ella-ha-dicho, cotilleos, enfados tontos que acaban en abrazo, la dieta como tema fundamental de conversación, la risa por todo y para todo, y mucho, mucho, muchísimo cariño.

Así fue, a grandes rasgos, cómo aterricé por aquí, en este lugar que si me paro un momento a pensarlo, no parecía en absoluto hecho para mí y del que sin embargo, y aunque suene extraño, me fui de alguna manera enamorando. Justo es decir que no fue poco el empeño que puse para que me gustara de verdad mi trabajo. Me hizo falta mucha implicación, abrirme a los demás, empaparme de cada situación, echarle ganas y valorar esta maravillosa profesión.
De este modo, entre rosas y espinas, penas y alegrías, he llegado a este día tremendamente orgullosa de haber vivido aquí lo que he vivido, convencida de que ha merecido la pena todo este complicado recorrido, sintiendo este edificio, su gente y su agridulce bullicio, como si verdaderamente fuera mío.

Resumir estos 5 años dentro y fuera de la Residencia resulta altamente complicado pero con unas cuantas pinceladas voy a intentarlo:
Aquí dejé de fumar y sólo Dios sabe lo mucho que me gustaba. Me aficioné al café porque siendo enfermera no podía ser de otra manera. Perdí una amiga, conservé muchas, conocí a varias nuevas. Conecté con personas completamente distintas. Abrí mi mente exageradamente. Perdí por completo mi inocencia. Reí como nunca y lloré chuzos de punta. Dije adiós a mi persona favorita del mundo y descubrí que eso al mundo le importaba un capullo. Retomé la escritura. Empecé a estudiar, lo dejé, volví a empezar. Cometí locuras, perdí la cabeza, hice tonterías. Me lo pasé infinitamente bien. Sentí odio creo que por primera vez. Luché por arrancarlo de mi ser, lo logré. Pensé mucho, dudé más, observé. Sentí pena y asco por el ser humano. Comprobé por mí misma que todos llevamos una cruz a cuestas y que por regla general es eso, sólo nuestra, imposible dejarla descansar en nadie salvo en nuestras propias carnes. Fui duramente juzgada, sobre todo por gente que me amaba. Gasté cientos de bromas tontas y alguna que otra grandiosa. Saqué muchas risas y sacaron muchas mías. Me sorprendí a mí misma. Fui valiente y cobarde a partes iguales. Me tocaron el corazón sin compasión. Desarmaron mis esquemas en más de una ocasión. Descubrí que muchas son las cosas que caducan y que otras, siempre pocas, perduran. Me decepcionaron y me fallaron. Decepcioné y fallé. Entendí que no hay peor trampa que la soledad, que al final pocas cosas importan de verdad, que la memoria es caprichosa, que casi todo está en la mente, que no existe mayor desgracia que no sentir nada, que enamorarse todos los días es el mejor alimento del alma, que el aburrimiento mata, que uno deja de ser el que era a cada segundo que pasa, que las circunstancias te transforman, que lo que vives te va moldeando, que la vida te va trayendo y llevando, que nunca sabes en qué plaza ni contra qué toro acabarás lidiando, que la vida puede llegar a ser muy injusta, que quien da no siempre recibe, que el ser humano puede ser horriblemente inhumano, que las cosas no siempre pasan por algo, que hay gestos que resucitan la esperanza, que nunca sabes lo que cada uno guarda, que todos tenemos secretos y demonios bailando dentro, que es muy fácil no tener ni idea de lo que la persona que tienes al lado piensa, que hay personas que sólo por existir hacen que merezca la pena este chiste malo que es vivir, que por más vueltas que le demos, éste es el mundo en que nos ha tocado vivir, que uno no puede construirse un mundo a su medida pero sí una guarida, que muy pocos son los que consiguen sentirse completos y satisfechos, que hay cosas que no deben salir nunca de uno mismo bajo ningún concepto, que la normalidad sólo es, la mayoría de las veces, un marco convencional, que hay muchas cabecitas aparentemente pulcras y serenas que albergan verdaderas tormentas, que hasta las más grandes pasiones se agotan, que a veces el amor no basta, que la ausencia no siempre es olvido, que el tiempo hace y deshace a su manera, que lo que uno se diga a sí mismo es lo importante, que la vida se reduce a unos cuantos momentos clave, que conviene relajarse, restarse valor a uno mismo y desprenderse del espejismo de la propia importancia porque al final de lo que somos no queda casi nada, piel arrugada, vasos atrofiados, nervios descontrolados, huesos desgastados, cicatrices del cuerpo y del alma, una mochila de vivencias, un puñado de renuncias siempre pegado a la chepa, soledad en vena.

Hoy hace exactamente 5 años que entré en esta Residencia donde, entre úlceras y heridas, inyecciones y pastillas, pañales y dentaduras postizas, he visto la cara más absoluta de la tristeza bien de cerca, he palpado la desolación más completa, he olido el hedor del espanto, he probado el bocado más amargo, he presenciado lo más mísero, lo más decadente, lo peor del ser humano.
Donde, mientras mucha gente de mi edad pasaba sus veranos en la playa, a mí me tocaba aprender a enfrentarme sola a situaciones que no te enseñan ni mucho menos en la carrera: presenciar una muerte, comunicar la noticia a la familia, atender una urgencia más sola que la una sin tener ni idea, tomar decisiones que no me corresponden, trabajar sin medios y en malas condiciones, arriesgarme a hacer cosas confiando en mi experiencia...
Pero también donde, al salir cada día por la puerta, reventada, con mi uniforme y mi mochila a cuestas, no se despiden de tí con un simple adiós sino con un: "¡Hijica, anda con Dios!" y es justo ahí, en esa enorme colección de ínfimos gestos, migajas y detalles, donde radica el peso de mi balance, pero sobre todo en toda esa gente grande, muy grande, que durante 5 años he tenido la suerte de tener delante.
Gracias, mil gracias, por hacer tan, tan, tan positivo mi balance.

lunes, 9 de junio de 2014

ESCRIBO


Escribo porque todos tenemos una historia que contar y yo he decidido hacerlo, porque soy una verdadera negada para expresar lo que siento como no sea escribiendo, porque creo firmemente que veo, pienso y presencio cosas que no merecen el silencio, porque quiero ser plenamente consciente de cada historia que voy viviendo ya que es lo único que de verdad tengo, porque me he propuesto que el folio en blanco deje de darme miedo, porque hay personas que me leen, que les gusta lo que leen, que me lo hacen saber, y eso es para mí todo un sueño con el que jamás conté.

Escribo porque necesito darle voz al amasijo de pasiones que corre dentro de mis venas, para dar rienda suelta a mis ideas, para dejarme la piel en cada letra, porque a mi 'yo' más auténtico sólo me lo encuentro de frente escribiendo, para hacer de mi Resaca de Vivir algo parecido a un cuento, para rascarme el alma, para exprimir mi esencia, para digerir esta tragicomedia, porque no quiero dejar de encontrar belleza donde otros no pueden verla.

Escribo porque éste es mi consuelo, la grieta por la que escapo de este universo, para valorar la singularidad de las situaciones cotidianas que presencio, para subrayar cada detalle con el que tropiezo, para honrar a las personas grandes con las que me codeo, para denunciar las injusticias con las que me encuentro, para alcanzar el utópico silencio, para huir del ruido, para camuflarme entre tanto bullicio, para recordarme lo que de verdad importa, por la sensación de bienestar que me colma cuando me gusta lo que escribo, porque aún no me convence nada de lo que hasta ahora he escrito.

Escribo para hacer palpable lo más abstracto, para encontrar sabor en cada bocado, para no acostumbrarme, para no dejar de asombrarme, para decorar esta rutina aplastante, para maquillar de alegría la más pura apatía, para darle voz a los que ya quedaron mudos, para dar protagonismo a los que tuvieron que apartarse del mundo, para dar sentido a lo más absurdo, para compartir lo más superficial, lo más profundo, para derribar mis propios muros, para ser honesta conmigo y con el mundo.

Escribo porque "dicen que a través de las palabras, el dolor se hace más tangible, que podemos mirarlo como a una criatura oscura, tanto más ajena a nosotros cuanto más cerca la sentimos". Sí, definitivamente creo que por eso mismo escribo.

Para mirar de frente a mis heridas.
Para aprender a observar la vida con perspectiva.
Para desfigurarle el rostro a la desdicha.
Para configurar un mundo a mi medida.
Para jugar a transformar el dolor al antojo de mi tinta.





viernes, 30 de mayo de 2014

DELICADEZA



A ver, Dolores, cuéntame:
¿Por qué, a pesar de tus más de 80 años, de tu hipertensión a cuestas, de tus huesos hechos polvo, de tu hipoacusia que cada vez va a más, de tu viudez por dos veces, de tu soledad, de la histerectomía a la que fuiste sometida, de tu glaucoma, de tu falta de expectativas, de tus varices dolorosas, de arrastrar un carcinoma, vienes ahora al finalizar el día a traerme flores a la Enfermería?
¿A mí, que esta Residencia hoy me resulta infernal y no encuentro forma humana de disimular? ¿a mí, que como sigan llamándome para atender a alguien te juro que me voy a poner a gritar? ¿a mí, que sólo quiero irme de este decadente ambiente y que me dejen en paz? ¿a mí, que hoy pagaría por no tener que trabajar? ¿a mí, que de un momento a otro, como Encarna siga pidiendo medicación, voy a ponerme a llorar? ¿a mí, justamente a mí, que hace media hora cuando me pediste que te cambiara la bolsa de colostomía sentí deseos de estrangular a alguien y me dio un subidón de misantropía bestial? ¿a mí, que en vez de sentir empatía y compasión por ese agujero carnoso que atraviesa tu abdomen para que puedas defecar, sólo logré sentir repugnancia y poco más?

Gracias, Dolores, muchas gracias, las flores son muy bonitas, pero mira, regálatelas a tí misma, por saber sonreír a pesar de tantas cargas que te doblan la espalda, y no, no se las des a esta niñata que hoy está desquiciada porque está muy estresada, porque la máquina de café está rota, porque se han colado en la Enfermería dos moscas, porque no funciona la impresora, porque quiero irme a echar la siesta, o al cine a sumergirme en otro planeta, o a ahogarme en un enorme pozo de cerveza.

Todo eso pasa por mi cabeza en un segundo mientras te observo de pie ante mi mesa con tu ofrenda floral. Al final decido ser prudente y formal y reservar mis desagradables dudas para otra ocasión. Te doy las gracias y coloco las flores en un jarrón junto al ordenador.

Levanto la vista cuando te vas, miro un rato las flores, me acerco y las huelo. Decido entonces que, aunque es cierto que este trabajo dejó de ser un cuento de hadas hace tiempo, mientras ronde por aquí, por este tenebroso edificio rodeado de huerta, un pedacito de delicadeza, haré lo posible porque trabajar en este siniestro universo merezca la pena, por pintarme cada día una sonrisa nueva, por dejar el cansancio y las malas energías en la puerta, por aparcar mis problemas ahí fuera, por tratar a estos pacientes, que bastante tienen, como personas, y no como trámites que despachar cuanto antes para pasar a otra cosa.


viernes, 23 de mayo de 2014

"DE DIOSES Y HOMBRES"


"Te rogamos, Redentor nuestro, que por la gracia del Espíritu Santo, cures el dolor de este enfermo, sanes sus heridas, perdones sus pecados, ahuyentes todo sufrimiento de su cuerpo y de su alma y le devuelvas la salud espiritual y corporal, para que, restablecido por tu misericordia, se incorpore de nuevo a los quehaceres de su vida. Tú, que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén."

Esas son las palabras exactas que Don Manuel, residente y sacerdote de esta Residencia, le dedica a un aletargado Antonio que, por momentos, parece más muerto que vivo, mientras yo trato de hacer mi trabajo: cogerle una vía, tomarle las constantes, y todas esas tareas propias de Enfermería.

La situación, original cuanto menos, comenzó con un "toc toc" en la puerta de la Enfermería.
-Hola Isabel, ¿puedo pasar?
-Sí, sí, claro, respondo sin levantar la vista mientras palpo una vena con posibilidad de hacerse mi amiga. Dígame, ¿qué necesita?

Don Manuel, siempre con el 'Don' por delante porque no es un simple mortal sino sacerdote, (véase la ironía) , y por aquí si no eres cura el 'Don' no se estila, (ésto es cierto como la vida misma), abre un gran libro de tapas rojas y letras doradas y, antes de empezar a leer, me explica que la Unción de enfermos no sirve exclusivamente para preparar a la persona para la muerte sino que es también, muchas veces, una oración para sanar si Dios así lo quiere.

-Ajam, asiento mientras termino de conectar el catéter al suero y gradúo el ritmo de goteo.
-¿Te parece, pues, Isabel, que mientras tú te encargas de la parte física, yo me encargue de la parte espiritual e intentemos entre los dos ayudar a Antonio en este duro momento?
Lo miro, sonrío, pienso que sin duda es la pregunta más rara que me han hecho en todo el día, y le digo que sí, que claro, que por mí perfecto, que me parece estupendo.

Así es como presencio una Unción de enfermos, pensando para mí en lo curioso de este acto que estoy viviendo, en el equipo tan extraño que formamos, en lo surrealista que es a veces este trabajo, y en que, aunque no entienda bien esta ceremonia, aunque me cueste horrores creer en las palabras que lee Don Manuel, aunque no sepa qué significa eso tan solemne de "Redentor nuestro", me parece que tiene algo de especial formar parte de este íntimo momento, y sobre todo, me parece realmente bonito que alguien, con alzacuellos o sin él, en este caso con él, se acuerde de la dimensión espiritual de Antonio que, la verdad, no sé exactamente lo que significa, ni lo que es, ni lo que implica, pero de alguna forma a mí personalmente me reconforta que alguien la tenga en cuenta, que alguien reconozca en Antonio algo más que un manojo de piel arrugada, de huesos, de vasos sanguíneos, de nervios.

Supongo que por eso, por no entender de todos estos asuntos tan etéreos,  a mí me toca encargarme sin más remedio en este equipo de lo puramente físico.
A eso me dedico, eso es lo mío, y a mí, me parece magnífico.

domingo, 18 de mayo de 2014

VOLVER A VERTE


Como el primer café de la mañana que, con su aroma, envuelve toda la casa.
Como la reconfortante triada clásica después de una dura jornada: ducha, olor a jabón en la piel y pijama.
Como ese momento exacto en que explota una carcajada en la garganta.
Como la agradable sensación de andar por la vida en shorts, el mar cerca, y arriba, deslumbrante, el sol.
Como esa etapa inicial del sueño en la que eres consciente de que te estás durmiendo.
Como el primer trago de una Coca-Cola helada: lágrimas inmediatas y picor en la garganta.
Como una mirada que se te clava, y de tal forma te traspasa, que pasa a formar parte de tu mirada.
Como poder compartir con alguien una sensación, una confidencia, una confesión. Que te escuchen, que te respeten, que te entiendan. Bañar ese íntimo momento con un par de cervezas.
Como el placer de despertar antes de tiempo y poder seguir durmiendo.
Como un ataque de risa, imparable, alocado, compartido con alguien y descontrolado.
Como la maravillosa reacción fisiológica de llorar de la risa.
Como el olor a tierra mojada, a lluvia, a tu colonia favorita.
Como la alegría que me resucita cuando llego a casa y mi madre me ha hecho mi comida preferida.
Como la satisfacción que experimento cuando mi hermano me dice: "me ha gustado mucho tu último texto, sigue escribiendo"
Como la grata sorpresa que me invade cuando alguien que no conozco me hace saber que desde algún rincón lee estas palabras que escribo desde mi habitación.
Como la sonrisa que se me dibuja sola al ver las fotos que congelaron momentos únicos e irrepetibles y tener la extraña sensación de transportarme y volver a revivirlos.
Como esa canción que por más que la escucho me sigue haciendo temblar, que me obliga a elevar el volumen más y más, esa que forma parte de mi banda sonora personal.
Como esa cara que no me canso de mirar.
Como ese gesto que me parece casi perfecto y que me dedico a escrutar.
Como esa compañera que, sin saberlo, tanto me da.
Como los momentos que marcaron para siempre la que hoy es mi huella de identidad.
Como esos libros que dejaron huella en mi piel y que de alguna manera siempre me acompañarán.
Como esa película que consigue ganarle la batalla a mi coraza y me consigue emocionar.
Como un gesto de complicidad, como un abrazo intenso, como un beso justo a tiempo, como recorrer cualquier ciudad enganchando nuestros dedos.
Como la valiosa y necesaria presencia de esas amigas que siguen apostando por mí cada día.
Como ser testigo de una acción humana y desinteresada que me vuelve a hacer creer en lo que creía.
Como la ternura que me invade cuando observo a mi abuela, cuando la veo dormir con su camisón de florecitas, o desayunando pan y azúcar, o arreglándose para ir a misa.
Como estar enamorada, como sentirte amada, como hacer una locura, como hacer chorradas, como sentirte de nuevo una enana.
Como los Miércoles en el viejo cine Centrofama de toda la vida, mi abuela, mi madre, y una enorme bolsa de golosinas.
Como el placer de que te laven el pelo en la peluquería o el momento de empezar a librar esos 3 maravillosos días.
Como la calidez del sol sobre mi brazo izquierdo con el que, posado en el volante, voy conduciendo; las gafas de sol, la música a tope, la carretera por delante y un destino motivante.
Como subirme encima de mi bicicleta, bajar por una empinada cuesta, levantar las piernas, dejarme llevar, sentirme libre y ligera.
Como esas situaciones surrealistas que sólo recordándolas hacen que te partas de risa, o esos acontecimientos inusitados que incluso a veces dudas de si de verdad pasaron, esos que te confirman que has vivido y hecho y sentido cosas distintas.
Como reencontrarte con alguien importante de tu pasado y sentir la paradoja de que, siendo todo tan distinto, nada ha cambiado.

Como todo eso a la vez pero elevado a cien.
Algo así como tocar el cielo con los pies.
Como acallar la trémula voz interior que no cesa.
Como sentirme de nuevo en paz, tranquila, serena.

Así de simple, así de complicado. Así de reconfortante, así de necesario. Así de intenso, así de mágico. Así de especial, así de extraordinario. Así de sorprendente, así de inesperado.

Te tengo enfrente, me abrazas fuerte, el mundo se detiene. Entiendo entonces que todas estas comparaciones son demasiado imprecisas e inexactas, que por más que lo intente, no hay comparación que valga...

Volver a verte. Resumido queda en esas palabras.
Volver a verte. Y de más están las metáforas.
Volver a verte. En mayúsculas, en negrita, sencillamente.
Volver a verte. Descubrir, confirmar y sentir que hay cosas que definitivamente no mueren.
Volver a verte. Simple y llanamente, volver a verte.

jueves, 8 de mayo de 2014

ESPERANZA


"Cuando le veo la pierna a mi mujer ya no siento nada, pero si a ella le duele la pierna, a mí me duele la mía." Miguel de Unamuno.

Ya no eres guapa. Ni joven. No tienes dinero. No vistes ropa de marca ni usas perfume caro. De hecho esos detalles tan personales ya ni puedes elegirlos tú, lo hacen por tí. Cada vez te cuesta más caminar. Llevas pañales porque te orinas encima. No eres capaz de alimentarte por tí misma. Babeas con frecuencia. Tienes la mirada perdida. Te ríes de pronto sin motivo y sin razón. Careces de amigos. Tienes vetada la conversación.

El mal de Alzheimer que te acompaña desde hace 12 años está ya muy avanzado. Estás aquí pero no estás. No es posible llegar a tí. Alguna que otra vez sueltas alguna palabra coherente que, curiosamente, suele ser malsonante, pero normalmente tu discurso es ilógico, inconexo, difuso.

Aparentemente no reconoces a nadie, ni siquiera a él. Y eso es, probablemente, lo más cruel.
Pero él si te reconoce, ya lo creo. El que es tu marido desde hace cerca de 40 años sigue viniendo a verte todos los días. No viene, te ve y se va, cumpliendo así con su visita y ya está, qué va. Viene y está, está de verdad. Se queda contigo toda la tarde, se sienta o pasea a tu lado, no te suelta de la mano. Dime, ¿puedes, desde allá donde estés, sentir su tacto?

Te habla, aunque tú no respondes. Te besa, continuamente te besa. Te llama "Isabelita", y a mí me hace gracia porque así me suelen llamar a mí por aquí.
No pierde la paciencia, ni pone mala cara, ni se cabrea, sonríe con benevolencia. Te trae ropa nueva y te la prueba. Te dice muchas veces lo guapa que estás y, perdona que te lo diga, pero a veces me pregunto si él te verá así de verdad.

Aparca su vida ahí fuera, esa vida que un día fue vuestra, y se dedica a estar aquí, a estar cerca de tí, contigo pero al mismo tiempo sin tí. Dos cuerpos pegados pero infinitamente alejados. Dos personas agotando, consumiendo, derritiendo aquí su tiempo. Tú, porque no tienes más remedio. Él, vete tú a saber porqué, autocondenándose voluntariamente a este viciado ambiente.

Cuando os veo juntos, un día, y otro, y otro más, pienso, Isabelita, en qué será exactamente lo que tanto motiva a tu marido para venir cada día, para no faltar a su desalentadora cita, pienso en cómo es que no decae, cómo no se harta, cómo no le vence la desgana, incluso pienso, llámame fría, en cómo hace para seguir queriéndote, siendo tú tan poco tú, siendo de hecho de todo menos tú, estando ya tan destruida, porqué no decide quedarse en el sofá con una cerveza y una bolsa de pipas, sin tener que afrontar la mierda que os ha tocado, la que os arrancó de vuestras propias manos un día la que era vuestra vida.

Dicen los entendidos que eso es amor. Yo imagino que sí, que bueno, que debe serlo, o por lo menos tiene pinta de eso. Sólo se que pocas cosas llaman más mi atención que la infinita capacidad del ser humano para seguir inspirando, promoviendo y mereciendo amor aun estando perdido, meado, hundido, cagado, vencido, babeando, sin saber quién eres ni a quién narices tienes enfrente.

Es justo esa capacidad maravillosa de despertar sentimientos en otra persona la que me reconcilia con la vida, con el ser humano, con esta deshumanizada sociedad que estamos creando.

Tú, Isabelita, desde tu inconsciencia, haces que de alguna manera vuelva a creer que somos algo más que un puñado de tierra, amenazas gravemente con arrebatarme mi trabajada coraza, despiertas de nuevo en mí la adormecida, comatosa, casi moribunda esperanza.