Resaca de vivir

Resaca de vivir

domingo, 23 de febrero de 2014

REQUISITO INDISPENSABLE

Hoy ha fallecido Paquita. No ha sido en la Residencia sino en el hospital, donde llevaba dos semanas ingresada con Neumonía, y allí, en ese tenebroso mundo de enfermedad, ha sido donde ha dicho adiós a la vida, sin hacer demasiado ruido, tal y como vivió.

Camisón con el nombre del hospital impreso, sábanas lavadas un millar de veces y olor a desinfectante para su último debut.

Su hijo nos llama para comentarnos que Paquita ha fallecido. La noticia corre como la pólvora por la Residencia. Frases de pésame flotan en el aire, todos se apiadan de su alma, deseo general de que la residente descanse, por fin, en paz.

La Hermana encargada de estar en Recepción llama a su hijo para expresarle sus condolencias y preguntarle, como es natural, qué día le viene bien que se le haga la misa de difunto a Paquita.
Rostro desencajado, ojos que amenazan con salirse de las órbitas y gesto de incredulidad por parte de la monjita al escuchar la respuesta del hijo de Paquita: "Hermana, con todos mis respetos, mi madre era atea, no le vamos a hacer misa"

Minutos más tarde, escucho al pasar por Recepción una interesante conversación: "¿Te podrás creer que la familia de Paquita no quiere que se le haga misa porque por lo visto era atea? Deberíamos hablar con la trabajadora social para que cuando nos manden nuevos residentes, se les pregunte primero por sus creencias"

Así que, ya sabéis, revisad vuestras creencias no vaya a ser que el día de mañana, cuando intentéis entrar en una Residencia, contando con que dispongáis de una jubilación decente que os permita pagaros una plaza, cosa nada fácil, os lo aseguro, se os exija como requisito indispensable creer en la Santa Iglesia Católica.

miércoles, 19 de febrero de 2014

CONCHA Y MANUEL - Parte 2.

Concha y Manuel, tras aquel Ictus que supuso un antes y un después, dejaron de ser, como ya relaté, Concha y Manuel.
Dos agónicas semanas más tarde, Manuel, directamente dejó de ser.

De él quedó el eco y la sombra de un sufrimiento que, visto el final, era a todas luces innecesario. Quedó su foto, que se retiró de la puerta de la habitación que ambos compartían. Quedaron sus informes y documentos, testigos de su mediocre paseo por este campo yermo. Quedó un archivador vacío que se llenó en seguida de otro temblor, de otra náusea, de otro miedo, de otra vida, de otro puñado de Papel y TintaQuedó la palabra "éxitus" grabada a boli en el relevo, un término profesional y aséptico para referirnos a ese brutal e incierto mazazo del tiempo. Quedaron algunas más cosas, vestigios y migajas, retales y fragmentos, todo cuestión de tiempo...
Pero, sobre todo, quedó Concha, los despojos de Concha, la sombra de Concha.

Una Concha que, como todo aquel que ha sufrido una importante pérdida, acarreará a Manuel sobre su espalda el resto de sus días, mirará todo lo que la rodea desde otra perspectiva, se reirá con otras ganas, sentirá la soledad tatuada en sus entrañas.
Pero también una Concha cuyo aparato respiratorio seguirá funcionando sin guardar luto, cuyo sistema circulatorio apenas se verá alterado, cuyas vísceras seguirán haciendo su mecánico trabajo, cuyo sistema nervioso no hará huelga ni guardará reposo.
En definitiva, una Concha dividida. Destrozado su interior pero con un inmutable aspecto exterior, incongruente contradicción; y lo que es peor, esa detestable falta de decoro por parte de la vida que continúa con su indolente ritmo como si nada relevante hubiera sucedido.

Y es que uno querría que el mundo, en estos arduos momentos, tuviera la gentileza de dejar a un lado su indiferencia y, por un momento, se detuviera. Pero no, eso nunca pasa, ni siquiera flotan en el aire tristes sonatas, ni hay como en el cine edulcoradas escenas dramáticas, ni dulces abrazos ni célebres palabras.
Sólo un minúsculo envase vacío que de pronto ha perdido todo su contenido.

Y mientras el mundo sigue a lo suyo, una nueva Concha que, enfundada en su falda negra y su rebeca de lana, tendrá que conformarse, resignarse y asumir que mucho de lo que nos sucede es ajeno a nuestro anhelo, indiferente a nuestro deseo, impasible a nuestro antojo, y aceptar que la vida se acaba convirtiendo con frecuencia en la crónica de un pesaroso abandono. Se acaba convirtiendo, en demasiadas ocasiones,en la historia de una renuncia, una historia vulgar, adocenada y burda.

viernes, 14 de febrero de 2014

UN PLATO DE PAELLA


He aquí el motivo de la discordia: un apetecible plato de paella. Con poca sal, claro.

Mientras Virginia se da a la tarea de degustar su plato de arroz, su compañera de mesa, Juana, que tiene prohibida la ingesta de cualquier alimento que sea sólido por el riesgo aumentado que tiene de broncoaspiración, trata obstinádamente de arrebatarle, sin disimulo alguno, una cucharada de su ración.
Virginia, en defensa de sus víberes, contraataca. Primero golpea con su cuchara la cuchara de Juana, chan chan,cucharazo va, cucharazo viene, todo un combate de esgrima improvisado con la cubertería.
Después de un rato de pelea, y viendo que Juana no se rinde, Virginia agudiza sus sentidos, endurece el rostro y, en un ágil movimiento, consigue arrebatarle la cuchara a su contrincante, dejándola con su antojo insatisfecho, al tiempo que le grita: "¡Matá te veas que te veas matá!", haciendo con esa maldición pleno honor a su raza calé.

Y es que, como decía Bernard Shaw, "no hay amor más sincero que el amor a la comida".
Yo, con su permiso, añado que no lo hay especialmente a esa edad, en la que tan escasos son los placeres que se conservan, convirtiendo a los más sencillos placeres de los que aún se puede hacer uso, esos que la vida se encarga de quitarnos de entre las manos unos detrás de otros, en un clavo ardiendo al que aferrarse con uñas y dientes. O, en este caso, con una cuchara y un poquito de mala leche.

lunes, 10 de febrero de 2014

DETRITUS DE LA HUMANIDAD

La jornada ha sido de lo más pesada.
Para empezar, en vez de hacer sólo mi turno de 7 horas, he hecho también el turno de mi compañera, lo que por aquí llamamos doblar, una facilidad que te permite dedicarte única y exclusivamente a trabajar, para luego disponer de un puñado de días libres que te hacen sentir la mar de bien.

Ya desde bien temprano el día empezó mal cuando, haciendo caso omiso del despertador, me levanté a las 7:30h en vez de a las 6:45h como suelo hacer, y tuve que saltarme mi ritual del café.
Muchas curas, venas que no se palpan por ningún lado, hipoglucemias, mareos, hipertensiones, conflictos con las compañeras, consulta con la Doctora que hoy se hace eterna, familiares cabreados, errores de comunicación, caras largas, una cola de residentes que se pelean por ser atendidos, aparatos que se quedan sin pilas, bolsa de colostomía con vida propia, salida de sonda nasogástrica, vendajes que se desmoronan por arte de magia, mi presencia requerida en varios sitios a la vez y yo aún sin saber dividirme...
En fin, uno de esos días en que ni las bromas, ni la presencia de mis compañeras preferidas, ni tan siquiera las visitas a la máquina de dulces, ayudan demasiado. Uno de esos días en que me pregunto con más frecuencia de la que debería en qué estaría pensando cuando se me ocurrió estudiar Enfermería.

Tengo los ojos secos, las piernas cansadas, me duele la cabeza y estoy, para qué negarlo, de una mala leche descomunal. Sólo quiero llegar a casa, darme una ducha, zamparme media despensa, ponerme mis tapones rosas y zambullirme en el mundo paralelo que me ofrece el libro que, siempre fiel, me espera en la mesilla de noche.
Pero venga, Isa, ánimo, que son las 21:30h y ya sólo queda ultimar detalles: preparar las analíticas para el día siguiente, cerrar con llave los armarios de medicación, escribir el relevo y a casa. Lanzar el uniforme bien lejos, borrar todo vestigio de esta agotadora jornada de 14 horas y, si te he visto, no me acuerdo.

En esas estoy, tratando inútilmente de empujar el tiempo, cuando escucho la voz de José María que se planta con su andador en la puerta de Enfermería.
-Isabel, me llama.
 'Otra vez éste', pienso para mí al escuchar su voz.
-Qué, respondo secamente sin siquiera volverme para mirarlo.
-Isabel, repite.
-Quéee, José María.
Sigo con lo mío, buscando acabar cuanto antes, y no miro al residente cuya presbiacusia le impide escuchar mis desganadas respuestas.
-Isabel, me llama por tercera vez.
-¡DIOS MÍO! ¿¡¡QUÉEE, JOSÉ MARÍA, QUÉEE?!!

Silencio descomunal después de mi desafortunada intervención.
La tristeza habitual de los ojos de José María un poco más acentuada.
Arrepentimiento máximo al instante mismo de soltar la frase por dejar que el cansancio y la desgana hablen por mí.
Angustia moral en 3, 2, 1, 0.

-Dime, José María, perdona hijo, es que llevo un día muy malo, ¿qué necesitas?
Me acerco, le toco el hombro, lo miro a los ojos. Técnicas de comunicación no verbal cuya ausencia desvirtúan el trato con el paciente.
-Ay, perdona Isabel, no quería molestarte, venía a decirte que el Gelocatil que me diste me ha sentado muy bien, ya no me duele la cabeza, y que mañana, si quieres, me gustaría invitarte a un café de la máquina, que están muy buenos, hay uno con sabor a vainilla más rico...

(...)

Se ha hecho esperar, pero ya he llegado a casa.
Me he dado esa ducha que tanto ansiaba, pero ni el agua ni el jabón han conseguido arrancarme esta rara sensación de inquietud.
Me he quedado igual de vacía a pesar de haber arrasado con la despensa.
El libro, como vaticiné, me esperaba en la mesilla pero, vete tú a saber por qué, hoy no logré enfrascarme en él.
Y los tapones de espuma que ocluyen ahora mis conductos auditivos externos, sí, han logrado acallar ese ruido ambiental que hoy me resulta infernal, pero ahora, un ruido distinto, interno pero más molesto, se ha empeñado en no dejarme en paz: arrepentimiento, culpa, remordimiento. Las 3 voces retumbando a coro en mis oídos, colándose hasta lo más profundo de mi ser, haciéndome sentir vulgar, pequeñita, grosera, mezquina, miserable, despreciable, ruin...
Haciéndome sentir, en definitiva, un auténtico y elemental ser humano. Así, tal cual, detritus puro y duro de la humanidad.

jueves, 6 de febrero de 2014

"DÉJAME EN PAZ"

Juan, como tantos por estos lares, tiene Alzheimer.
Pero, como bien es sabido por todos, no hay enfermedades sino enfermos, o lo que es lo mismo, una misma enfermedad adopta múltiples formas según la persona que la padece.
Así, en Juan, la huella más característica que esta devastadora enfermedad ha dejado en él, es una fuerte aversión por el ser humano que se traduce en un total hermetismo.

Juan, sin ninguna alteración del lenguaje que lo justifique, no habla nunca con nadie. Siempre quiere estar sólo, procurando a toda costa apartarse de los demás.
Juan odia que lo molesten, sea para lo que sea. Conseguir, por ejemplo, que se deje tomar la tensión, puede resultar toda una hazaña.
Cuando sus episodios psicóticos hacen su aparición, las auxiliares se las ven y se las desean para asearlo, vestirlo o cambiarle el pañal. A veces hace falta un verdadero batallón porque Juan se retuerce como un animal enfurecido, grita desesperado, se tira al suelo e incluso intenta agredir.
Es como si para él todo representara una amenaza, un peligro, una agresión.
Él sólo quiere dormir, comer, y que lo dejen en paz, varado en su particular océano negro, profundo e inaccesible.

Pero sin duda el gran drama es cuando viene a verlo su hija.
De un tiempo a esta parte, Juan no sólo no la reconoce sino que además, la hostilidad que siente por el mundo en general, la incluye también a ella.
Siempre se repite el mismo ritual. Ella se sienta a su lado. "Hola papá", le saluda con su mejor sonrisa. Juan, automáticamente, se levanta y se cambia de sillón. Ella vuelve a intentarlo y se acerca a él otra vez. Juan se levanta de nuevo y regresa al sillón anterior. Ella, incansable, sigue repitiendo la misma operación, hasta que Juan le grita: "¡Déjame en paz, coño!"
Entonces ella abandona un rato el salón y, pasados unos minutos, vuelve a entrar. En ocasiones hay suerte, Juan no huye e incluso acepta la mano de su hija sobre la suya. Un momento de tregua por parte de la enfermedad, un espejismo en su oasis de soledad...
Pero cuando ésto sucede, es cuestión de minutos que Juan se suelte de la mano de su hija con un gesto airado y vuelva a alejarse, refunfuñando y cada vez más enfadado.

Así transcurre la mañana hasta que llega la hora de comer y el horario de visitas toca a su fin.
Luisa, cada día un poco más abatida, recoge sus cosas, el trozo de bizcocho que hizo anoche para su padre intacto en papel Albal,  y se dispone a marcharse.
Al cruzarse conmigo por el pasillo, se dirige a mí llorando:
"De verdad, Isa, yo no sé para qué vengo, tendría que hacer como mi hermana y no venir, ésto a mí me mata, verle así es que me mata..."

Pero Luisa, a pesar de todo, sigue volviendo cada día a dejarse matar, siempre bajo el yugo de su Resaca de Vivir particular, por si un buen día, quién sabe, aunque sólo sea por un rato, Juan se consigue escapar de los barrotes que conforman el destierro al que ha sido condenado, su jaula mental, y entonces pueda mirar a su hija a los ojos y decirle: "Hola Luisa, cuánto tiempo. Dime, ¿cómo estás?"

domingo, 2 de febrero de 2014

SE LLAMA EDUCACIÓN

Paco, 76 años, encefalopatía vascular, importante deterioro cognitivo. Dependiente para todas las actividades básicas de la vida diaria. Casi nunca habla. En ocasiones, con suerte, responde con monosílabos. Cara inexpresiva donde las haya. Alto grado de desconexión con el medio. Nula interacción social. La mitad del día la pasa en una cama, la otra mitad en un sillón.

Hora de su rutinaria nebulización: 10 minutos de Ventolín más Atrovent más suero salino fisiológico que, se prevee, mejorarán su ineficaz respiración por su efecto broncodilatador.

Me hago con el material necesario, abandono la Enfermería y me dirijo a su habitación.
Atravieso el pasillo entre los "¡Hola Isabelita!" "¿Me tomas la tensión?" "Enfermera, me duele mucho la cabeza" de diversos residentes con los que tropiezo en el camino.
Contra todo pronóstico, y viviéndolo como si de un videojuego se tratara, consigo avanzar entre bromas y promesas de futuro inmediato, consiguiendo por fin llegar a mi destino.

En la puerta de la habitación número 12, una foto de Paco tomada tiempo atrás, tiempo por descontado mucho mejor, me confirma que he dado de forma correcta con mi objetivo.
Voy cargada, pero como buenamente puedo, entre cables y mascarillas, llamo a la puerta con mis nudillos enfundados en nitrilo azul. Acto seguido acciono el picaporte, y en ese momento, justo antes de entrar, escucho a una compañera que, visiblemente fatigada y malhumorada, me espeta: 
"¡Chacha! ¡¿Para qué llamas a la puerta?! ¡¿no ves que éste no se entera de nada?!"

La célebre frase, ruda, vulgar, ocre, queda suspendida en el aire...
Entonces me giro, elevo intencionadamente la voz, no escupo porque no soy Clint Eastwood en Gran Torino, y con mi mejor y más ensayada cara de asco le suelto un rotundo SE LLAMA EDUCACIÓN.